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Historia de una tarde de lluvia

Foto de internet.
Por Margot Loisa de Méndez. Cuento destacado en la edición 2011 del certamen literario “Alejandro Vignati”.
José Luis Alfonso, medico clínico, conversaba así, con su último paciente:– Bueno Américo, no tenés nada, nada que no se pueda curar; haciendo dieta unos días y, tomando unos medicamentos que te voy a dar… en poco tiempo vas a andar bien. Se acercó a un botiquín, extrajo una caja de sellos y sentándose en su escritorio, dijo:– Veni Américo… Sentate. En esta caja hay cuarenta sellos, tenes que tomar uno antes del almuerzo y otro antes de cenar. En esta hoja está indicado solo aquello que está permitido comer. Cuando termines con los remedios, volvé a verme. Vas a andar bien si haces la dieta que le indico, en unos días notaras la mejoría. ¿Entendiste?– Si doctor, respondió Américo, mientras intentaba retirar un abrigo que había dejado en el perchero, junto a su sombrero y un poncho.El medico ayudó al enfermo a colocarse el abrigo. Extendió una mano para saludarlo y con la otra le palmeo la espalda, al tiempo que decía:– Bueno… acordate de no abandonar la dieta y tomar los sellos. Nos vemos cuando termines el remedio.Acompañó al paciente hasta la puerta que separaba el consultorio de la sala de espera. Se sorprendió al ver sentada esperando a una jovencita, totalmente mojada.Se acercó al encender la luz, comentando:– ¡Qué manera de llover!Miró de reojo el reloj que estaba en la pared, sus agujas indicaban las dieciocho y cuarenta minutos. Y dijo:– Se va la, ¿no? A ver a ver… y a usted jovencita, ¿qué le está pasando?– A mí, nada doctor, vengo por mi mamá.– ¿Y por qué no vino ella con usted?– Pasa que… está muy mal… parece desmayada, no me responde cuando le hablo. Llamé a la Asistencia Pública, pero la unidad está fuera de servicio. Hablé con una cochería, pero me respondieron que no podían auxiliarme porque los autos no transitaban con lluvia por calles de tierra.– ¿Dónde vive usted?– En el Barrio Obrero, doctor. Por favor… mi mamá está muy mal, muy mal… ¡Ayúdeme!…No puedo seguir hablando. Su ansiedad, su angustia y el medio hicieron eclosión, prorrumpiendo en un llanto incontenido.El doctor se acercó a la joven, le acarició la cabeza mojada, lo mismo que su ropa: medias, pollera gris, sacón corto azul, echarpe y boina blanca. Sus zapatos acordonados negros, apenas denotaban el color, por el agua y el barro.– Bueno cálmese. Voy a ir con usted a ver qué le pasa a su madre.Volviéndose para el consultorio agregó:– Tranquilícese, preparo el maletín… me pongo un abrigo… y nos vamos.Ambos subieron al auto, un Ford Nash del médico. Llovía torrencialmente, en forma incesante, impidiendo la visibilidad. Estacionaron en la última calle asfaltada, dos cuadras antes de llegar al barrio propiamente dicho.El viento era insoportable, dificultando aún más la marcha por esas calles de tierra, sin veredas, sin veredas, sin alumbrado público, donde los resbalones eran moneda corriente, aun para el más baqueano transeúnte.Con ayuda de una linterna del médico y la providencia de Dios, llegaron a un barrio, donde todas las viviendas tenían el mismo estilo: éstas, no se diferenciaban unas de otras eran idénticas, a excepción del espacio, según la conformación del grupo familiar de sus adjudicaciones, podían ser más grandes o más pequeñas. Estas construcciones, fueron un verdadero acierto del gobierno, en bien de la comunidad de menores recursos.La casa estaba perfectamente limpia y ordenada. Un monoambiente cocina y comedor, dos habitaciones separadas, por un baño. Una estufa de kerosene a mecha, era toda la calefacción. Entraron, la jovencita se acercó al doctor y lo ayudó a sacarse el piloto, luego lo acompañó al baño, alcanzándole una toalla limpia y seca, para secarse.El medico se sacó los zaparos y las medias y los dejó en un rincón del baño; luego lavó bien sus manos y las enjuagó con alcohol que había en una repisa.Después de tomar el pulso a la enferma, le colocó un termómetro debajo de la axila, mientras observaba las pupilas de la paciente. Oscultó, pecho y espalda, con su esfigmómetro de Pechón, controló la presión sanguínea.Saca de su maletín una caja metálica, de ella extrae una jeringa. Colocándose un par de guantes esterilizados y ayudado con una pinza con asepsia, busca de la caja metálica una aguja, preparando una inyección de Hidrala… que inyecta en la nalga de la señora que estaba como desvanecida.– ¡Señorita!… ¡Señorita!…, su mamá esta con la presión alta, debo hacer una sangría, necesitaré algunas cosas, ¿puede venir? Nadie respondió.Llevó al baño la jeringa a la que enjuagó varias veces.Envolviéndola en una gasa limpia, la guardó en otra caja metalica. La aguja envuelta en un papel la dejó sobre el lavatorio.El doctor volvió al dormitorio. Como pudo, colocó a la paciente boca abajo. Levantándole la bata de dormir, dejó la zona de la espalda al descubierto, cubriéndola con la sabana.Miró la hora en su reloj de bolsillo, sacó un pequeño cepillo de su maletín y se dirigió a la cocina. En la pileta de ésta, se cepilló las manos con jabón común, dejando caer abundante agua sobre ellas. Buscando un repasador para secarse, vio sobre la mesa del comedor una bandeja que contenía: dos hojas de afeitar sin usar en sus respectivos sobres, una toalla grande de algodón blanco impecable, gasas, algodón, una botella de alcohol sin usar y cuatro ventosas.No podía creer lo que estaba viendo y sin salir de su asombro dijo en voz alta: “mujeres… mujeres, tan fuertes para ser madres y tan débiles a la primera gota de sangre”…Sacó de su maletín su equipo quirúrgico. Con una pinza y algodón hizo un hisopo, dejándolo sobre la tapa de una caja metálica. Limpió con un algodón embebido en alcohol las ventosas, secándolas con una gasa esterilizada.Preparó otro hisopo similar al anterior y lo dejó en una de las ventosas.Al primer hisopo lo embebió en alcohol yodado y con él, fue untando la espalda de la paciente cubriendo una buena parte de ella, con este líquido. Dejó secar. Con un bisturí quirúrgico hizo dos pequeñísimos cortes en cruz sobre el espacio limpio con yodo.Al otro hisopo lo humedeció con alcohol prendiéndolo con un fosforo y lo introdujo en una ventosa haciendo el vacío, que permitió cumplir su cometido apoyando ésta, sobre cada herida.Cuando la ventosa se adhirió a la piel, las pequeñas incisiones comenzaron a sangrar. Esperó tres minutos y retiró las ventosas. Limpió la espalda de la señora con una solución acuosa de agua destilada con “Antibater” (desinfectante), secó con una gasa, colocó gasas limpias y secas, que sujetó con cinta adhesiva. Bajó la bata y acomodó a la paciente de espaldas sobre la cama.En el baño lavó el instrumental guardándolo luego en su maletín.A todo esto, habían transcurrido cincuenta minutos desde que tomó la presión por primera vez. El doctor permaneció al lado de la enferma. Lo acompañaba el monótono ruido de la lluvia sobre el techo de la habitación.El semblante de la enferma había cambiado. Volvió a controlar el pulso y la presión.Con satisfacción comprobó una notoria mejoría.La señora preguntó:– ¿Dónde estoy?– Esta es su casa –respondió el doctor…– ¿Y usted quién es?– Soy el medico que la estuvo atendiendo…– ¿Cómo vino?– Me fue a buscar su hija…– No puede ser… si yo no tengo hija…– No… no puede ser…– ¿Cómo se llama usted… preguntó el medico?– Amelia Vega de Albertelli.– ¿Cuántos años tiene?– Cumplí cuarenta y ocho.– ¿Con quién vive?– Vivo sola…– ¿Tiene hijos? ¿Cuántos?– Si tuve una hija… pero se murió hace un año.– ¿Una sola y muerta?– Si, doctor. Una sola y muerta.– A buscarme vino una joven que dijo ser su hija.– No sé quién… lo pudo haber traído. Mi hija está muerta…La enferma respiró profundamente con los ojos humedecidos y continuó diciendo:– Mi esposo, albañil, murió en un accidente trabajando.Me coloqué de sirviente en la casa de un señor que es juez. A mi hija la dejé pupila en un colegio religioso de la Congregación “Hermanas pobres Bonaerense de San José”. Yo iba los domingos a verla y estaba todo el día con ella. Cuando cumplió quince años, me dijo que quería ser religiosa, pero como era menor, debía yo autorizar que la madre Superiora del Colegio, fuese su tutora, y acepté complacida.Como mi esposo murió en un accidente de trabajo, el señor patrón consiguió que me diera esta casa, que pago en cuotas. Yo no tengo otra entrada más que el sueldo que me dan mis patrones.– ¿Cómo murió su hija?– Murió de pulmonía. En el otro dormitorio hay una foto de ella… Vaya… ¡vaya doctor… fíjese…!El médico no lo dudó. Al entrar a la otra habitación observó que sobre la mesa de luz había un portarretrato, con una foto idéntica a la joven que había conocido esa tarde.En un vaso dos pimpollos de rosas blancas. Todo el ambiente era de orden y pulcritud envidiable.El doctor volvió al cuarto de la señora enferma y comenzó a guardar sus pertenencias en el maletín. Volvió a controlar la presión de la paciente y dijo:– Me puedo ir tranquilo, todo está en orden. En una receta dejó las indicaciones: comer sin sal, tomar dos litros de agua durante el día y una pastilla de estas que dejó sobre la mesa de luz, cada doce horas. En el término de ocho días la volveré a ver en mi consultorio. En la receta está la dirección.Buscó su piloto que algo se había secado y comenzó a ponérselo.La señora señalando con la mano un armario dijo:– Doctor… ¡ahí!… en ese ropero, está la ropa que usaba mi hija antes de ser novicia. Vaya doctor… mire… mire.– El medico se acercó al ropero y abriéndolo comprobó que en una percha había una pollera gris, un saco corto azul y sujeto al saco, una boina blanca. Alrededor del cuello del saco un echarpe blanco y en el suelo del armario, enroscadas sobre sí mismas, adentro de un par de zapatos negros, las medias grises. No pudo contener su impulso y acarició las prendas que estaban totalmente secas. Cerró el armario y dijo:– Señora usted debe cuidarse… la presión no avisa y es muy mala enfermedad. Cumpla todo lo que indiqué, la veo en ocho días.– Doctor ¿Cuánto le debo?– No me debe nada. Rece,… rece mucho y agradézcale a Dios por su misericordia. ¡Buenas noches!La lluvia no había cesado, pero el viento sí. Cuando llegó donde estaba el auto, cerró su paraguas y se sacó el piloto, envolvió los zapatos con él para no ensuciar el auto.Puso el motor en marcha, esperó que se calentara… miró la hora, el reloj indicaba las veintidós treinta. Comenzó a transitar. Al pasar por la iglesia San Luis Gonzaga un relámpago, acompañando iluminó el auto en su interior. El doctor pudo apreciar que sobre el asiento, a su derecha, en el que se sentara la jovencita, había dos pimpollos de rosas blancas.Puso el auto en marcha, dando gracias a Dios y la Virgen de Luján por la profesión que había elegido, permitiéndole curar a la gente. En su casa, su esposa lo esperaría como siempre.-Margot Loisa de Méndez. 

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