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Florecieron los jazmines

Cuento ilustrado por Enrique Verdasco.
Por Hugo Alasia, cuento ganador en la categoría mayores del 8° Certamen Literario “Alejandro Vignati”. 
 En el cajón de las cosas viejas encontré las castañuelas. Estaban intactas y sonaban como cuando me las regalaron. Nunca aprendí a tocarlas, solo a hacerlas sonar más o menos rítmicamente.-Para que suene bien hay que acomodar correctamente los dedos –me enseñaba Francisca-. La aguda en la mano derecha y la grave en la izquierda. El cordón bien sujeto en el dedo gordo.Yo tenía quince años por ese entonces. Francisca y Pedro me trajeron las castañuelas de España, la única vez que volvieron a du patria, después de haber emigrado a América en los primeros años del mil novecientos. Ahora ellos ya no están, pero ese pobre sonido musical que apenas consigo arrancar del instrumento, los trae otra vez a mi presencia. Francisca y Pedro vivieron para estar juntos y se fueron en invierno, cuando florecieron los jazmines… o a mí me pareció.-¡Pedro Orestes García, de Andalucía! Más precisamente de Almería, al Sur, sobre el Mediterráneo. De allí he venido a trabajar a estas tierras y aquí estoy, ya por cumplir los ochenta.Así se presentaba Pedro, luciendo orgulloso el acento andaluz en su voz profunda. La esposa de Pedro era Francisca Ramos.-Tengo casi los mismos años que Pedro aunque más joven –solía argumentar al referirse a su edad-. También andaluza, pero de Jaén. Metidita en Andalucía por el norte como pidiendo permiso. Ese es mi pueblo. No tiene mar pero tiene sierras y muy pintorescas por cierto.A Pedro y a Francisco los conocí cuando yo trabajaba en el almacén de don Roberto. Hacia el reparto por el barrio en una bicicleta de rueda chica adelante para dejar lugar al canasto donde se cargaba la mercadería. Iba tres veces por semana a su casa de la calle Rawson.-La calle más larga del pueblo –aseguraban ellos con un raro orgullo-. En Andalucía, vivir en la calle más larga es anuncio de una vida prolongada y feliz. Como las líneas de la mano, cuanto más larga, más vida y más felicidad.Pedro y Francisca habían trabajado en el casco de una estancia que estaba al norte de la ciudad, algo así como a una legua, propiedad de la familia Etchenagucia. Ella hacia las tareas domésticas y acompañaba a la dueña, una anciana sola, que vivía en la casa principal. Pedro se ocupaba de mantener el parque, la huerta, ordeñar una vaca, cortar leña y los arreglos menores que había aprendido a hacer en el campo.-Allí estuvimos más de treinta años –contaba orgulloso Pedro-, hasta que nos jubilamos. Con el dinero que nos dieron compramos esta casa.Pedro era bajito. Los años le habían dejado arrugas en la cara que siempre tenía afeitada. Recuerdo sin embargo, el bigote, blanco y abundante, que me resultaba extraño por cómo se extendía al sonreír. Hablaba rápido, como si anduviera al trote de un zaino, me parecía a mí. Su voz sonaba a un ritmo particular. Tenía el cabello canoso y bastante ralo, que lucía bien peinado cuando no usaba gorra oscura. El pañuelo anudado al cuello, como el gaucho de estas tierras, aclaraba.Francisca también era bajita, usaba anteojos permanentes. Tenía los ojos negros que apenas parecían entre las arrugas de sus parpados. El cabello peinado con rodete y las manos extraordinariamente gordas. Aunque ella no me lo hubiera dicho, yo suponía que era de tanto tocar las castañuelas en su juventud.Siempre llegaba a su casa antes de media mañana. Tocaba el timbre de la puerta y me permitían pasar. Muchas veces los encontraba sentados en la mesa del comedor como si quisieran prolongar el desayuno. Cuando era así, me quedaba con ellos unos minutos. Entonces me contaban de sus cosas, de sus costumbres de sus trabajos en el campo. Y a mí me gustaban esas historias que no hablaban de hechos fantásticos, ni de guerras, ni de proezas de los españoles, ni de Franco –claro, yo no conocía por ese entonces la política hispana-, ni tampoco de Colón, o de corridas de toros. Francisca recordaba que, cuando niña, había un bello jardín en su casa de Jaen.-Tan bello –aseguraba-, como si fuera la imagen de un cuadro. Yo misma cultivaba las flores. Alelíes, margaritas, claveles y hasta rosas de Ecuador. Los domingos cortaba y hacia un enorme ramo para llevarle a la Virgen de la Capilla ¿Ves? Esa imagen que está en el cuadro de la pared es de Nuestra Señora de la Capilla, patrona de Jaen. Siempre le hago a ella alguna oración.-Pues en Almería –comentaba Pedro-, cuando yo era joven, también le llevaba flores a la Virgen del Mar, tulipanes y rosas.Me contaron que no tenían hijos, ni más familiares en Argentina. Sólo amigos, y muchos. Se los habían ganado en el campo, entre los peones de la estancia y sus familias, y en las fiestas del pueblo a las que invariablemente concurrían.Aseguraban que bailaban bien y que en las romerías españolas fueron rearmando sus años jóvenes entre sevillanas y bulerías, algún pasodoble y los tangos que conocieron en Argentina. De aquella música conservaban algunos discos de pasta que escuchaban abrazados cuando por las noches se ponían a recordar. O, si la oportunidad era propicia, Pedro le daba cuerda a la vitrola, la que con ellos cruzó el mar, y con Francisca revivían algunos pasos. De esos años también, eran las fotos que, agrupadas en cuadros distintos, colgaban en la pared del comedor.Fue una mañana que había amanecido nublado con el cielo plomizo y amenazas de lluvia. Toqué timbre como de costumbre y Francisca me habló desde adentro, pidiéndome que pasara. La encontré sentada en la silla del comedor. Los codos apoyados en la mesa y la mirada perdida en los cristales de la ventana. Todavía quedaban allí la taza del desayuno, algunas tostadas, y el pote de mermelada abierto.-Pedro no está –me dijo-. Se fue a Buenos Aires ayer a la mañana temprano. Fue con don José en el camión, a hacer unos trámites en la embajada. Es por el seguro de vida. No había lugar para mí. Y el cielo está gris y no hay sol. Creo que volverá por la noche.Ya sabía yo que eso era extrañar.Una vez estuve más de una semana sin ir a la casa de Pedro y Francisca. La razón fue que ella estaba internada en el Hospital, y Pedro la acompañaba. Día y noche. Fue una operación por una enfermedad que tenía en el útero, o algo así, entendí cuando lo explicaron. Recuerdo que me causó alegría verlos nuevamente sentados en la vereda al atardecer. Siempre en sus sillas de madera, con asiento de esterilla y almohadones. Siempre juntos. Siempre sin apuro. Recuerdo también que fue entonces que descubrí su vejez.Cuando dejé de trabajar en el almacén, entré en la ferretería del centro. Allí atendía el mostrador y tenía a mi cargo mantener ordenada y clasificada la mercadería del depósito. Ya no los veía los lunes, miércoles y viernes como antes, pero al menos una vez por semana iba a saludarlos para escuchar sus historias y compartir las cosas que les sucedían.Por eso me sorprendió esa mañana cuando, al pasar rumbo al trabajo, vi reunida mucha gente en la puerta de la casa de Pedro y Francisca. Me detuve y me mezclé entre los curiosos. Comentaban de algo extraño, demasiado irreal. Intuyendo lo que había pasado ingresé a la casa y llegué hasta el cuarto donde estaban. Me invadió un aroma suave que no reconocí pero que generaba paz. Y me pareció oír una melodía andaluza que seguro nadie más que yo percibía a juzgar los comentarios. Dormían. Pedro tenía una rosa en su mano y Francisca, un ramito de alelíes. Juntos. Y había claveles suspendidos en el aire, y margaritas y rosas de Ecuador. Salí y noté que en el patio habían florecido los jazmines. Entonces me fui, pisando la escarcha helada de julio, sabiendo que ya no necesitarían del almacén. En el cielo debe haber supermercados.Y volví a guardar las castañuelas.

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