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Las historias que el Garrahan hizo posibles: cuando la salud pública salva vidas

Dos historias de vecinos que reflejan la importancia de este Hospital. Estas son dos, de las tantas vidas, que el Garrahan tocó para siempre.

Hay lugares que guardan historias de dolor pero también, de esperanza. Lugares donde se juega la vida, donde el amor y la ciencia se entrelazan para dar batalla contra lo imposible. El Hospital Garrahan es uno de ellos. Un faro para miles de familias que, en el momento más oscuro, encontraron allí manos expertas, miradas cálidas y un refugio en medio de la tormenta.

Hoy, ese mismo hospital —el más prestigioso de Latinoamérica en pediatría— enfrenta una amenaza brutal: el desfinanciamiento de sus residencias médicas. El gobierno de Javier Milei decidió convertir estos programas de formación en becas precarizadas, dejando a los residentes sin derechos laborales básicos: sin aportes ,sin vacaciones,sin estabilidad. Son médicos que salvan vidas, pero a quienes ahora les niegan dignidad. Y esto no es solo un ataque a ellos; es un golpe a la salud pública, a los niños y niñas que llegan al Garrahan con una última esperanza.

Porque detrás de cada estadística hay v-idas enteras. Como la de León, el hijo de Celeste Piazza, que a los 7 años enfrentó un cáncer y encontró en el Garrahan no solo tratamiento, sino humanidad. Residentes que corrían por los pasillos para atenderlo a tiempo, profesionales que se detenían a secar lágrimas. O como Ailín Lennard, que a los cinco años fue diagnosticada con leucemia y hoy, gracias al Garrahan, puede contar su historia con gratitud: “Me salvaron. Y hay millones como yo”.

Este hospital no es un gasto. Es un milagro cotidiano. Y su desfinanciamiento no es un ajuste, es un abandono. A los que más sufren, a los que menos deberían sufrir.

Estas son sus voces. Estas son las vidas que el Garrahan tocó para siempre:

La historia de Celeste y su pequeño León

León cumplió 21 años en mayo. En junio se cumplieron 14 años, que un sábado frío y muy oscuro, a noche cerrada y cerca de las seis de la tarde, me encontré caminando rápido, con mi hijo en brazos, por un largo pasillo del Garrahan.

El padre de León de un lado y su abuelo del otro, me escoltaban y guiaban por ese -todavía desconocido- mundo, hacia los consultorios de guardia… hemograma en mano… y los ecos de un pediatra del pueblo diciendo “llévenlo ya y entreguen esto en la guardia”.

Hace un tiempo largo, abrí un espacio para contar lo que me había tocado vivir A MÍ, acompañando a mi hijo mayor que acababa de cumplir siete años. Insisto: lo que me había tocado vivir A MÍ… porque jamás sabré lo que León vivió durante ese tramo de vida que nos tocó atravesar muy juntos. Ojalá un día, León nos haga el honor de escuchar qué fue lo que él vivió. Porque esta es su Historia, antes que nada, SU Historia y de nadie más. Nosotrxs, su familia y yo, fuimos los actores de reparto.

Quiero decir, León NO SE “NOS ENFERMÓ”. León se enfermó y nosotros vivimos su padecimiento junto a él. Cómo pudimos. También cómo quisimos. Pero siempre tratando de no cometer el egoísta acto de anteponer nuestro dolor al suyo. No sé si lo logramos como queríamos. El dolor es una mierda que no hace a nadie mejor en esta vida. El dolor nos quiebra, nos ahoga, nos enceguece, nos pone estúpidos, renegados, soberbios. El dolor no tiene ningún mensaje luminoso… sino preguntémosle a los padres cuyos hijxs murieron.

Solamente el amor arroja algo de sentido a todo este absurdo mundo, donde los niñxs enferman y se mueren… de este mundo absurdo y cruel.

Por suerte, existe el Garrahan y el Hospital de día Oncológico, esa “provincia” del hospital en las que nos tocó vivir. Digo “provincia” porque el hospital es como un pequeño país, tal vez el mejor país del mundo. Allí se vive el dolor y la alegría, la vida y la muerte, la más alta ciencia y lo mejor de los seres humanos, la enfermedad y la pobreza,  y un contundente baño de realidad: no importa tu clase social, en el Hospital de Día oncológico todos tienen la misma fisonomía, rapados o pelados. Los cachetes y los ojos achinados. La jiba. La panza. Las extremidades delgadísimas y un caminar “destornillado”.

Escenas, anécdotas, recuerdos… solo unas pocas:

El día que llegamos a la guardia nos quedamos en un consultorio durante horas, una residente nos atiende, nos contiene, toma las muestras de los diferentes análisis, trae a otros profesionales a ver a León, etc. Noto que cada vez que vuelve a entrar al consultorio esta más y más agitada: me cuenta que por los pasillos internos de la guardia los residentes corren para que la gente no tenga que esperar tanto.

Estoy esperando que terminen de punzar a León para que puedan determinar su diagnóstico. Cuando lo dejan dormido en la sala de recuperación, yo me tiro sobre él a llorar. De pronto siento una mano en mi espalda y una voz dulce diciéndome que me quede tranquila, que todo es tratable. Levanto la cabeza y veo una mujer muy hermosa, sonriéndome: es Myriam Guiter, la jefa de Leucemias y Linfomas que a pesar del desborde del hospital se detiene ante mi tristeza que es solo una más entre todas las que allí están.

En la sala de aplicación de quimioterapia llega una mamá con su hija. Más tarde, en las conversaciones eternas de esa vida hospitalaria, sabré que vienen de Paraguay, que su hija tiene un tumor en la cabeza, que le dijeron que ya no se podía hacer nada en su país, que la única posibilidad estaba en el Garrahan. Así que dejando su hogar, su esposo y su hija más pequeña encararon el exilio para salvar su vida… y con el paso del tiempo, por suerte fue así.

En la sala de internación llega a ocupar una cama, una nena de tres años con sus papás. Un tumor en la cara. Hace poco que están en Argentina, vinieron a probar suerte y no tienen ni documentos. El servicio social del hospital los está tramitando para que puedan darle los medicamentos. Con el tiempo, la chiquita no va a sobrevivir, entonces comienza el protocolo de acompañamiento de final de vida. Aún con el hospital desbordado, esta familia contó con una habitación para que la familia se reuniera junto al lecho de muerte de su hija.

En ese momento, había 90 madres viviendo adentro del hospital. Sus hijos tenían enfermedades tan graves y extrañas que requerían un cuidado permanente. El hospital acogía a esas madres y cuando te contaban… bueno, uno agradecía el cáncer. “Acá te das cuenta de qué tipo de macho tenés al lado” me dijo una de ellas, mientras esperábamos a nuestros hijos en las puerta de un quirófano… en el hospital también había mucho personal de seguridad, porque la violencia de género también intentaba romper las fronteras del hospital.

En las salas de internación la comida era oro: siempre había una mamá que no podía comer y viajar y entonces tenía que elegía entre una cosa y otra. Juntábamos las mandarinas o la parte de la cena que los nenes no comían y podíamos darle de comer a alguien más. Hubo momentos en que la comida no alcanzaba para los pacientes y acompañantes. Hubo momentos que no había suficientes frazadas. Hubo momentos que no había suficiente anestesia… ¿Cómo podía ser? Podía ser porque por ese entonces Macri le había hecho un enorme recorte bajo el argumento de que los porteños no usaban el Garrahan… y todos sabemos que “dios atiende en Buenos Aires”… Y que IOMA  te da una hotelería de lujo del otro lado de la General Paz.

Al mes del diagnóstico de León, Eva ,mi otra hija,se cayó y se fracturó el cráneo. Tenía dos coágulos. Estuvimos todo el día dando vuelta para que nos atendieran en algún lugar entre Giles y Capital. León con su papá en el Garrahan. Cuando finalmente logramos una atención en el FleNI, me pedían 30mil pesos de esa época para dejarla internada hasta que entregara los papeles de IOMA. Mi hija se moría. La plata apareció y entonces de premio, en la Terapia Intensiva de lujo, ella comía Danets y a mí me ofrecían ensalada de camarones… que todavía estoy digiriendo.

Celeste junto a sus hijos. León, con los pies en el río.

La historia de Ailín

A los 5 años recibí el diagnóstico de leucemia. Tuve la suerte de ser recibida en el Hospital Garrahan y de atenderme ahí durante 10 años. Al día de hoy me acompañan fotos mentales, sensaciones e historias de aquel entonces que marcaron mi existencia y me salvaron.

Voy a estar agradecida de por vida con cada una de las personas que transformaron esa etapa difícil en un recuerdo signado por el amor, la valentía, la dulzura y la calidez. Historias como la mía en el Garrahan, hay millones.

El vaciamiento de esta maravillosa institución pública -y de tantas otras- es un total atropello perpetrado por quienes hoy nos gobiernan.

Por los que pasamos por el Garrahan y por los que pasarán: Defendamos la salud pública para que historias como la mía sigan multiplicándose.

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