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Estela Antico: “La Literatura abre la puerta a lo que llevamos dentro”

Desde hace mucho en San Andrés de Giles, el nombre de Estela Antico está vinculado a la docencia y a la palabra escrita. Con una trayectoria de 35 años dedicados a enseñar Castellano, Literatura y Latín en las aulas secundarias y terciarias, y catorce años al frente de una dirección, Estela ha transitado la jubilación no como un final, sino como el inicio de un capítulo plenamente dedicado a su amor por las letras. Hoy, desde su taller “Literatinta” y a través de su propia escritura, continúa tejiendo comunidad, incentivando la creatividad y utilizando la literatura como un puente para conectar, y reflexionar.

En esta entrevista con Infociudad, Estela no solo comparte los detalles de su espacio literario, integrado por vecinos de todas las edades, sino que también nos abre la puerta a su universo creativo con una valiente misión: abordar, a través de un conmovedor cuento, la cruda y persistente realidad de la violencia de género. Con la sensibilidad de quien escucha los “timbres” de auxilio a su alrededor y la lucidez de una educadora, su narrativa se convierte en un poderoso testimonio y en una invitación a no permanecer indiferentes.

Infociudad: ¿Cómo nace el cuento “Como si bastara”? Toca un tema muy sensible y profundo, que a veces es difícil que se entienda.

Estela Antico: Este cuento nació de la triste realidad que vive una persona cercana. El relato nace de una impotencia: la de sentir, cada día, que los timbres suenan demasiado tarde, demasiado seguido, demasiado solos. No son timbres reales —o no solo—; son llamados, mensajes, historias que llegan sin aviso, voces que piden auxilio en susurros o en gritos. Y una, desde este lado, hace lo que puede… que casi nunca es suficiente.

A veces me pregunto cuándo empezaron a escucharse tantos. Y en qué momento nos acostumbramos a ese coro triste, a ese ruido blanco que va tapando el dolor de cada historia particular hasta convertirla en paisaje. Las noticias, los posteos, la vecina, la amiga, la prima, la alumna. Timbre, tras timbre.
Cada uno es un estremecimiento que atraviesa el cuerpo. Cada uno trae su miedo, su urgencia, su nombre propio. Y, sin embargo, ¿qué hacemos? Acompañar, sostener, escuchar, denunciar, abrazar, insistir… gestos enormes que en la práctica se sienten diminutos frente a una máquina lenta, fría, que promete más de lo que cumple. Una cree que alcanza. Pero no. No alcanza.

De esa tensión nació este relato. De la ilusión oficial de que un objeto puede salvar, cuando lo que salva —si algo puede salvar—es la red humana: las miradas que no se corren, las manos que sostienen, las voces que se quedan.
Quise escribir para no quedarme muda. Para poner palabras donde, tantas veces, nos quedamos sin voz. Para decir que la escucha duele, pero es necesaria. Y que duele más cuando no llega a tiempo.
Cada timbre que escuchamos —real o simbólico—es un recordatorio de que no estamos haciendo lo suficiente. De que las respuestas llegan tarde, de que seguimos confiando en herramientas frágiles para sostener vidas enteras.

Escribir este cuento fue mi forma humilde de decir: yo escucho. Aunque no pueda salvar. Aunque me alcance solo para contar. Aunque hacer poco me queme por dentro.

Ojalá estas palabras sirvan, aunque sea, para que otro oído despierte, para que otra mano acompañe, para que otra vida encuentre un refugio antes del silencio. Porque mientras sigan sonando esos timbres, no podemos darnos el lujo de dejar de escuchar.

IC: ¿Cómo es la historia del taller de escritura creativa? ¿Está integrado por vecinos de Giles?

EA: Desde que era muy pequeña, amé leer y escribir, y desde hace tres años, con mucho más tiempo (por la jubilación), pude crear este espacio con el que siempre soñé: el taller de lectura y escritura creativa “Literatinta”. A este espacio acuden vecinos de nuestra ciudad, de las edades más variadas: de entre 18 y 60 años. El taller le ofrece la bienvenida a todo aquel que ame la buena Literatura, leer y escribir. Se abre un encuentro semanal donde compartimos lecturas y escribimos. Para entender que nos pasó. Para mirar algo de frente, con honestidad. Para dejar testimonio. Para recordar. Para soltar.

IC: ¿Qué temas o problemáticas llegan al taller y como lo trabajan desde la escritura?

EA: El taller fue creado como un espacio en el que la Literatura abre la puerta a lo que llevamos dentro y ponerlo en palabras, pueda ayudar a liberar emociones, liberar lo que nos pesa. El objetivo es que la Literatura y la creatividad, ayuden a sanar. Porque cada historia que leemos o creamos es un espejo: en el reflejo de los personajes, descubrimos partes de nosotros mismos que estaban esperando salir a la luz.

Las problemáticas que llegan a la mesa de trabajo son amplias y profundas: el tiempo, el destino, momentos duros que nos tocan enfrentar, historias de superación, miedos, ausencias, contemplación, reencuentros, entre otros. Cada participante es un mundo, trae un mundo en su interior y se identifica y hace catarsis mediante las obras y vuelca su historia en la escritura.

Iniciamos cada clase, leyendo un texto de un autor consagrado (se ambienta el espacio de trabajo con música y objetos). Los alumnos registran resonancias de lo que ven y escuchan, se debate, se analiza literariamente y luego, cada uno escribe. En clases sucesivas, se van corrigiendo esas producciones, siempre respetando la temática y el estilo elegido por cada participante.

En este momento, estamos preparando una Antología literaria, que reúne las producciones más destacadas de cada asistente al taller. También, estamos armando el primer podcast, sobre “La comunicación a través del tiempo y lo expresado por distintos autores a través de las cartas” (en el primero, analizaremos la correspondencia entre Julio Cortázar y Alejandra Pizarnik).


“Como si bastara”, un cuento de Estela Antico

Le dieron un objeto pequeño, del tamaño de un alivio.

Lo recibió en silencio, como quien acepta una receta, una estampita o una llave que no sabe a qué puerta pertenece.

—Con esto alcanza —le dijeron.

Ella asintió, aunque no entendía bien qué debía alcanzar. Lo guardó primero en el bolsillo del abrigo.

Sentía su peso mínimo, pero constante, como un recordatorio.

Por las noches, lo apoyaba sobre la mesa de luz; desde ahí parecía vigilarla.

A veces, creía escuchar un chasquido leve, como si una criatura dormida respirara a contratiempo.

La casa no volvió a ser la misma. Los ruidos empezaron a colarse sin pedir permiso.

Un golpe seco. Otro. Inofensivos al principio, casi simpáticos, pero pronto terminaron imitándose a sí mismos, creciendo, multiplicándose como gotas bajo un techo delgado.

La vecina de al lado también tenía uno, igualito. Y la de la casa de enfrente.

Y la de la otra cuadra.

Era extraño: todas parecían cargar ese mínimo objeto que prometía algo cercano a la paz. Sin embargo, cada tanto, algún ruido se escapaba y encendía el barrio entero.

Un murmullo breve primero, otro que lo respondía desde lejos, y después cientos, miles, hasta que ya no había manera de distinguir a quién pertenecía cada llamado.

Ella dormía poco.

El aire ardía de un nerviosismo invisible. Era como vivir adentro de un enjambre.

Un anochecer, al doblar por su calle, lo vio: parado en la esquina, apoyado en un poste, con esa sonrisa torcida que la memoria nunca pudo borrar.

No hacía falta que hablara para que su cuerpo lo reconociera. Las piernas le temblaron.

Buscó el objeto dentro del bolsillo, lo apretó con fuerza. Sintió cómo despertaba, vibrando, como un animal asustado. Un chasquido. Luego otro. El aire se llenó de ruido. Ruidos de otras manos, otras vidas, otros temblores. Era imposible saber cuál, entre todos, era el suyo.

El hombre comenzó a acercarse. La calle parecía tensarse, como si contuviera el aliento.

Ella quiso gritar, pero el aire era un cristal imposible de quebrar.

Siguió apretándolo, desesperada. Y nada.

Nadie.

Sólo ese ruido blanco, infinito, donde se confundía cada pedido con otro y otro más.

Él la alcanzó.

El mundo se volvió negro y sordo.

Cuando las sirenas llegaron, mucho después, alguien encontró el pequeño artefacto caído en la vereda, todavía tibio.

Tenía un botón rojo en el centro; parecía recién estrenado.

Un oficial lo levantó con cuidado, como quien sostiene un secreto.

—Estaba activado —dijo.

—Siempre lo están —respondió su compañera, sin levantar la vista.

El traslado fue silencioso. La calle, inmóvil.

Una vecina, desde su ventana, cerró las cortinas sin saber si rezar o dormir.

Días después, el objeto volvió al mismo escritorio donde había sido entregado.

Le sacaron el polvo, lo envolvieron en una bolsa transparente y lo guardaron en un cajón junto a otros iguales:

cientos, tal vez miles, acomodados como fichas de un juego cruel, esperando a quien vendría después.

Afuera, las noches siguieron llenándose de esos golpecitos insistentes. Un idioma creado por el miedo. Un coro de voces invisibles que nadie logra interpretar.

Algunas mujeres, al escucharlos, se abrazan más fuerte a sus hijas.

Otras duermen vestidas, por si tienen que salir corriendo. Y otras, como ella, no pueden dormir en absoluto.

Cada sonido es una historia a punto de deshacerse, pero cuando suenan todos juntos, se vuelven un océano imposible: un reclamo que no encuentra orilla.

Dicen —los que toman decisiones detrás de escritorios altos— que esos aparatos bastan, que con eso alcanza, que están haciendo lo que pueden. Y quizás lo creen. Quizás no saben del ruido infinito que se acumula en los techos, las cocinas, las camas; del temblor en las manos; de la esperanza que se apaga, pero igual vuelve a encenderse. Quizás no escuchan porque no están ahí, cuando el miedo tiene olor, cuando la noche se vuelve esquina, cuando el cuerpo tiembla antes de entender por qué.

Quizás no escuchan, pero todavía hay quienes sí:

las vecinas que abren la puerta, aunque no sea seguro, los amigos que acompañan hasta la parada,

las madres que duermen en la misma cama para cuidar, los que abrazan, los que creen.

Ellos escuchan.

Y algún día —quizás ese día no esté tan lejos—el ruido dejará de ser costumbre, se hará silencio por un instante, y en ese silencio nacerá una respuesta verdadera: no un objeto frío, sino un abrazo que

sostenga, una comunidad que arrope, una justicia que llegue antes de que sea tarde. Hasta entonces, el eco de esos pequeños golpes seguirá atravesándonos, recordándonos que cada uno lleva detrás el nombre de alguien que sólo quería seguir viva. Porque, sin darnos cuenta, hemos empezado a caminar como si fuéramos ciegos, como si la costumbre pudiera tapar el grito.

Estamos tan distraídos en lo superficial e instantáneo que no advertimos que el botón perdió su fin para convertirse en un arma mortal. No dispara. No hiere por contacto. Mata por ausencia. Se cobra la vida en el tiempo muerto de la espera, en el abismo entre el pedido y la respuesta, en la soledad de quienes aprietan un botón que a nadie despierta.

Y el pánico ya no es el de una, no el de unas pocas, sino el de todas.

Late en cada habitación, camina con nosotras, respira en cada esquina, vive debajo de las almohadas, como un animal agazapado. Es ese temblor compartido —el que no exige que nos conozcamos— lo que nos hermana: el miedo es el mismo, y la esperanza, también.

Algún día, cuando al fin escuchemos, sabremos que ninguna de ellas gritaba sola.

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