


La vida de Manuel “Perita” López no se explica sin el Hogar Jorge Coll. Allí llegó cuando era apenas un niño y allí también aprendió las primeras lecciones que lo empujaron a buscar un futuro mejor. Hoy, a sus 58 años después de una carrera hecha en la industria petrolera y una vida armada en la Patagonia, regresó a San Andrés de Giles para reencontrarse con amigos y hermanos de la vida. Su paso por el hogar, su viaje a la Patagonia sin nada más que ganas de trabajar y su deseo de volver al pueblo que lo vio crecer.
Manuel llegó al Hogar Jorge Coll a los 8 años. “Yo me crié en el hogar desde chiquito”, recuerda. Con la llegada del director Andrés Barbieri y su esposa, el hogar tomó una impronta que Manuel no olvida: “El director nos dijo: ‘Ustedes tienen que aprender a trabajar para ser alguien el día de mañana’. Y nos abrió una caja de ahorro para que todos los meses pusiéramos plata”.
Antes de irse al sur, trabajaba con Julio César Barbato, a quien considera una figura clave de su adolescencia. Entre la escuela, los amigos y el trabajo, las rutinas del hogar marcaron una generación de jóvenes que crecieron allí y se insertaron para siempre en la comunidad. Manuel recuerda especialmente su pasión por el gimnasio: “Yo era el único que hacía pesas”, cuenta. También jugaba al fútbol en torneos locales y asistía a la Escuela N° 12.

La historia de Manuel por momentos parece una historia de película. Sin saberlo, creció en el mismo hogar que su hermano de sangre, Osvaldo. “Un buen día Andrés nos llevó a la dirección y nos dijo: ‘acá hay papeles que confirman que él es tu hermano'”. Años después, logró reencontrarse con parte de su familia biológica, un capítulo más en su vida de búsquedas y hallazgos.
Hoy Manuel “Perita” López reflexiona sobre su vida con gratitud. Sobre el Hogar Jorge Coll, quiere ser claro: “Yo quiero que la gente entienda que no fue un encierro. (…) Teníamos toda la libertad del mundo. Lo que más querían era darnos que nosotros el día de mañana hiciéramos algo. Que salgas a laburar, que aprendas”.
Con los años, el hogar se convirtió en un recuerdo imborrable. En su visita a Giles, estuvo en el flamante Centro Universitario que se inauguró donde funcionaba el Hogar Jorge Coll. Estar ahí lo emocionó profundamente. “Pasamos por afuera del hogar, hicimos parar el auto y saqué unas fotos. Yo quería entrar para acordarme porque yo cortaba el pasto siempre ahí”.

Después de hacer la colimba en Mercedes y ya con 18 años, Manuel sintió que su vida tenía que empezar lejos. Una noche, sentado con un compañero del hogar, tomó una decisión que cambiaría su destino: “Le dije: ‘Yo me voy a la vida. Quiero conocer otras cosas’. Y me fui al sur”.
El viaje no fue sencillo: durmieron en Constitución, casi les robaron y Manuel viajó como polizón gran parte del trayecto. “Cuando venía el guarda, el flaco me avisaba y yo me metía entre medio de los vagones”, cuenta riéndose. Ese día viajó con su aliado de aventura y compañero del hogar, el Flaco Rodríguez.
Llegaron a Cutral Có, Neuquén, un paisaje que no los convenció a primera vista. Pero en menos de dos días, Manuel consiguió dos trabajos: en un gimnasio como instructor y como mozo en una reconocida confitería. Allí descubrió el valor del esfuerzo: “El dueño me dijo: ‘A los de afuera les doy laburo porque vienen con ganas de trabajar’. Y tenía razón”.
Pero Manuel tenía un objetivo claro: entrar a trabajar en la industria petrolera. No descansó hasta lograrlo. “Volví loco a un tipo que se llamaba Miguel. Un día me dijo: ‘Bueno, pibe, vas a entrar a la refinería’”.
Así comenzó una carrera que lo llevaría por diferentes empresas del rubro: Tecprecinc, PetroGas, Unión Geofísica Argentina, y otras firmas internacionales. Pasó por la refinería de Plaza Huincul, por yacimientos patagónicos y por trabajos que implicaban desde tareas de seguridad contra incendios hasta análisis químicos de pozos productores. Su trayectoria lo fue especializando cada vez más.
“Yo quería ir más arriba”, confiesa. “Cada empresa me fue capacitando y pasé de buscar petróleo en geofísica, a trabajar en refinería y después en producción”.
A lo largo de su carrera, llegó a analizar pozos, dar charlas de seguridad, viajar cientos de kilómetros por día y asesorar ingenieros. Sobre su trabajo, explica: “Para que la gente entienda, yo lo que hacía era explotar los pozos. Analizaba las muestras y decía qué químicos había que usar para que el pozo siguiera produciendo”.
Además del trabajo, en el sur encontró también el amor. Se casó con Alicia y formó una familia. Se jubiló a los 50 años después de una extensa vida laboral y hoy es aficionado a la paleontología, una pasión que lo mantiene activo detrás de las huellas que dejaron los dinosaurios del fin del mundo.
Aunque vive hace décadas en la Patagonia, la conexión con San Andrés de Giles nunca se cortó. Para casarse con Alicia necesitaba su partida de nacimiento, que había quedado en el Hogar. Por eso hace algunos años se contactaron con las autoridades del Hogar de aquel entonces y encontraron la documentación.
A partir de ahí, también fue encontrando a sus compañeros del Hogar en las redes sociales y retomó el contacto. Hacía mucho tiempo que tenían pendiente visitar San Andrés de Giles hasta que se alinearon los planetas y llegaron a la ciudad.
Volver lo moviliza: reencontrarse con amigos, caminar las calles que recuerda de chico y revivir los años del hogar tiene para él un valor profundo.
Entre risas, anécdotas y memorias, Manuel reconoce que todo empezó en ese hogar que lo recibió de niño y en las personas que lo ayudaron a construir un futuro. “El pelado Barbieri me enseñó muchas cosas. Me llevaba al campo, me enseñó a trabajar, a carnear, a hacer chorizos. Yo no me olvido de esas cosas”, cuenta.
Hoy, con una vida hecha, Manuel vuelve para agradecer y reencontrarse. Su historia es la de tantos jóvenes que pasaron por el Hogar Jorge Coll: un ejemplo de trabajo, oportunidades y afectos que perduran. “Yo siempre llevo a Giles conmigo”.