Son las siete de la tarde. Al llegar a la puerta del taller, un aroma artificial pero dulce me indica que es el lugar correcto. Entro en el pasillo y miro hacia a la izquierda: ahí se encontraba el protagonista de esta historia. Como todos los días estaba acompañado por su nieto Mathías, encargado del mate en ese momento; la radio que ponía el sonido ambiente, y una innumerable cantidad de zapatos, botas, pelotas y otros artículos que contextualizaba el lugar.
Como no podía ser de otra manera, el zapatero por excelencia, ya se mostraba con sus manos ocupadas; en una un zapato esperaba ser reparado y en la otra, el pegamento hacía lo suyo. José Guerrieri, uniformado con su particular delantal, me saluda con una sonrisa y me invita a pasar. Con solo dar un paso pude entrar a un nuevo mundo dentro de nuestro querido San Andrés de Giles.
Mientras nos sentábamos junto a una estantería abarrotada de zapatos, José me cuenta sus incios: “Empecé en el ’46 como empleado de una zapatería” se lo nota nostálgico, como mirando a ese pibe de trece años que fue alguna vez. “Tuve que renunciar por algunos problemas de salud y después empecé el Servicio Militar, en donde me dedicaba a arreglar los zapatos del cuartel. Una vez que me dieron la baja, ya puse mi propio taller en los 60´ y a la vez trabajaba en la Policía reparando calzado. Me decían ´Sin Guerrieri esta comisaría no camina‘”.
El relato de José se interrumpe por momentos, algunos clientes pasan a buscar sus zapatos y pelotas. Afuera no hay ningún cartel. El lugar tampoco se encuentra publicitado en los medios de comunicación, es que en San Andrés de Giles, Guerrieri y zapatería son sinónimos y el marketing se vuelve prescindible cuando la calle habla por sí sola. “Son años viste… Me conocen porque estoy hace mucho en esto. Yo le he reparado cosas a abuelos, padres e hijos y además trabajo mucho con los clubes. Por ejemplo El Frontón y el Club Victoria siempre que se les pincha alguna pelota la traen acá”.
José habla de su profesión y le brillan los ojos: “esto para mí no es un trabajo, es una pasión. Cuando no estoy acá, extraño y quiero volver”. Mathías, que estaba arreglando un zapato de mujer, se da vuelta y sonriendo me dice: “él podría vivir de la jubilación de la policía y sin embargo viene todos los días acá”. Guerrieri le devuelve la sonrisa y continúa: “es que esto me ayuda a estar bien. Uno tiene que estar activo porque si no le agarra el viejazo y la cabeza empieza a fallar”.
El zapatero me despide con un beso. Salgo a la vereda y desde la ventana puedo ver que ya se encuentra de nuevo trabajando, con la mirada atenta, casi como si no pudiera hacer otra cosa más que reparar ese calzado en particular. En un mundo cada vez más virtual, donde la frialdad gana terreno, desde un viejo taller de la calle Yrigoyen hay un maestro que todavía habla de pasiones.
















Fotografía: Diego Provenza