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Del campo a Héroe de la Patria: la historia de Jorge Maciel

Jorge tiene cinco años. Nació el 29 de noviembre de 1962. Mientras el viento sacude los pocos pelos que le cubren la frente, corre por el campo de la familia Santía y se tira al suelo para arrastrar su tractorcito por un charco de barro. El juguete choca una y otra vez contra el agua, mientras las gotas van a dar a un jardinero de jean que de a poco se vuelve negro.

Los primeros años del héroe de San Andrés de Giles transcurren en esa finca ubicada a orillas de la Ruta 7, en San Alberto. Cuando cumple seis años, empieza la escuela en la primaria de la localidad. No le gusta ir, su timidez le impide hablar y casi no se relaciona con los demás. Además, algunos problemas motrices le impiden correr junto a sus compañeros. “Él era muy parecido a su sobrino, era muy callado, muy tímido“, cuenta Nélida, su madre, ante Infociudad.

Desde el primer momento, las maestras Marta Gallo y Ñata Di Paolo se preocupan por ayudarlo a integrarse. Con el tiempo no solo se habitúa al ritmo escolar, sino que además participa en una obra escolar y empieza a jugar a la pelota.

No faltó ni una día a la escuela. Todas las mañanas, Alfredo, su padre, lo llevaba en su 4 L para que no llegue tarde. A la tarde, antes de que aparezca el Renault, Jorge se las arreglaba para escaparse hasta el almacén de su bisabuela y pedirle algunas golosinas.

Al iniciar séptimo grado, Jorge Maciel pasa a una academia comercial que funcionaba en el Colegio Nuestra Señora de Luján. La llegada de la adolescencia le confirmó que no le gustaba estudiar y a los 16 consiguió trabajo en una fábrica de Cortínez.

En esa etapa adquirió una determinación tan fuerte como su coraje. Aunque todavía no alcanzaba la mayoría de edad, ya había decidido hacer el Servicio Militar. Por ese motivo, prefirió hacer horas extras en lugar de salir con sus amigos, de modo que cuando ingresara al Ejército tuviera algunos ahorros a mano.

La llegada a la milicia

El viento viene de todos lados: de la Isla Bermejo, de la Isla Trinidad, del Océano Atlántico. Es que la Base Naval Puerto Belgano se encuentra en la parte inferior de la provincia, en esa zona donde el mar corta el territorio, dándole forma de letra P y rodeando parcialmente las ciudades costeras.

La brisa empuja la ropa hacia atrás, pero Jorge continúa corriendo junto a sus compañeros de entrenamiento. Tiene 19 años. Apenas inició 1981, fue trasladado al sur de la provincia y desde entonces, vuelve a San Andrés de Giles cada quince días. El viaje en tren desde Bahía Blanca a nuestra ciudad dura ocho horas, pero a Jorge no le importa: todos los fines de semana se las arregla para volver a ver a su madre.

Base Naval Puerto Belgrano

Él estaba en la sala de armas. Era un soldado que era de confianza” – recuerda Humberto Enríquez, ex jefe de la compañia que integraba Jorge – “Ese es un cargo de alta responsabilidad, porque ahí es donde hay armamento, municiones, está todo el equipo de combate. No puede estar cualquiera“.

Jorge se pasaba todo el día ordenando y limpiando la sala. Incluso dormía allí, en una cama ubicada en un rincón del lugar. Si bien eso le impedía juntarse con sus colegas, al igual que en la escuela se las arreglaba para hacerse de algunos amigos. “Él estaba muy conforme con el Servicio Militar“, explica Nélida.

Para 1982 el gobierno militar estaba en jaque: la inflación se comía los magros salarios de los trabajadores; la Comisión Interamericana de Derechos Humanos presentaba las primeras denuncias sobre torturas y desapariciones; los sindicatos perdían el miedo y salían a la calle. El terror tenía fecha de vencimiento.

Desesperado por no perder su lugar en el poder, un Galtieri envalentonado por el whisky y la impunidad, inicia la Operación Rosario, con el objetivo puesto en recuperar las Malvinas e inclinar a su favor a la opinión pública.

Si quieren venir, que vengan. Les presentaremos batalla“, gritó el militar ante una Plaza de Mayo repleta. Si bien se incluyó en la proclama, lo cierto es que no pasó ni un solo minuto al frente de batalla. Maciel sí lo hizo.

El tres de abril nos dan la orden de que armemos una compañia de tiradores. Yo empecé a pedir que me manden hombres, porque yo tenía 86 y necesitaba 136” – explica Enríquez – “Ahí aparecieron los voluntarios, todos querían ir. A Maciel yo lo iba dejar, porque yo dejaba armamento en la sala de armas y había que quedarse a cuidarlo. Él no quiso quedarse, me vino a ver y me dijo que quería ir con sus compañeros“.

El Jefe le explicó que podía quedarse; que si iba a las islas tenía que enfrentarse con uno de los mejores ejércitos; que era probable que muchos de los que vayan, no volvieran. Ninguna advertencia hizo mella en la voluntad de Jorge.

Maciel había sido entrenado para trabajar como policía militar en los puestos de comando, pero ahora el conflicto lo llevaba a un campo de batalla con armas que nunca había utilizado. Por lo tanto, solo tuvo once días para prepararse para el nuevo escenario. El 16 de abril llegó a Puerto Argentino.

El bautismo de fuego

El 1º de mayo aparecieron los primeros aviones británicos sobre Malvinas. Poco antes de las cinco de la mañana se inició un bombardeo que incluyó 21 misiles. Luego, aparecieron cinco aviones caza, de los cuales tres pudieron ser derribados. A la par, las tropas inglesas iniciaron sus primeras operaciones en Pradera del Ganso.

A partir de ese día, los ataques se volvieron cotidianos. Mientras la guerra se recrudecía, Maciel estaba en el Monte Longdon.

Monte Longdon

La noche del once de junio, el viento frío y húmedo chocaba contra la carpa en la que dormía junto a los soldados Gustavo Pedemonte y Pedro Miranda. Habían pasado algunos minutos de las once de la noche, cuando el cierre de la tienda se abrió y se asomó la cabeza de un efectivo, que con urgencia anunció:

— Estamos rodeados.

Apenas oyó esas palabras, Jorge corrió a agarrar su ametralladora para ir a disparar junto a los soldados que eran conocidos como “Salazar Chiquito” y “Salazar Grande“. En cuanto la tomó, se escuchó una explosión: un inglés había pisado una mina. Una vez que lograron identificar por dónde se acercaba el ejército enemigo, comprobaron que efectivamente recibían fuego de dos flancos.

Mientras devuelve el fuego, Miranda corre junto a Maciel para tomar una de las ametralladoras instaladas a un costado del monte. Cuando faltaban algunos metros para llegar, el héroe gilense se detiene y cae al suelo: una bala había impactado en su espalda. En cuanto es derribado, un soldado dispara mal su granada y sus esquirlas lastiman a otros dos.

A Maciel lo socorríamos con Salazar chiquito. Le dábamos agua, medianamente conversábamos, porque él estaba muy dolido y nosotros estábamos combatiendo” – narra Miranda por teléfono desde Chaco – “A mi me dio la impresión de que lo baleó la propia tropa. Hay comentarios de que fue la misma gente que tiró mal la granada“. En el fragor del combate, la camilla de la Cruz Roja que tenía el Regimiento 7 de La Plata no podía llegar.

Como las tropas enemigas estaban cada vez más cerca, Miranda debió volver al combate. Las esquirlas de la granada rompieron su arma, por lo que debió pedir otra. Le dieron un fusil con mira infrarroja. “Me dijeron: ‘mirá, vos ahora sos cebo. Tenés que subir por las piedritas como lagartija, te vas a arriba y me marcás la posición de los ingleses’. Ellos no estaban lejos, estarían a unos cuarenta, treinta metros. En algunos lados, al costado nuestro, se sintieron hasta los sables – bayoneta que se metían“.

Si bien al principio tenía una buena posición para disparar, la rotación de la luna hizo que la luz le diera de frente y quedara a la vista de los enemigos. En cuanto lo identificaron, una lluvia de balas comenzó a golpear contra el muro de piedra en el cual se protegía. A partir de allí, alternaba entre marcar posiciones con el fusil y disparar con la ametralladora.

La batalla de Monte Longdon duró casi 12 horas y se llevó la vida de 29 soldados argentinos. “Con Colombo, que estaba herido por la granada, acomodamos la ametralladora 12.7. Colombo se fue deslizando por la colina y quedó acovachado. Nosotros seguimos disparando con Salazar Chiquito, con Maciel al lado. En un momento no teníamos más agua en la caramañola, y me acerqué para ver cómo estaba Maciel. Ya tenía los ojitos abiertos, ya había fallecido. Yo creo que la última imagen de Maciel sobre la tierra fue mi cara, se llevó la imagen de mi cara. Yo le cerré los ojitos, disparamos unos tiros con Salazar Chiquito, sacamos el disparador de la ametralladora para que no la usen contra nosotros y nos replegamos“, relata Miranda.

Antes de iniciar la retirada, el chaqueño observó con su fusil que se acercaban tres siluetas.

— ¡Salto y seña! — gritó.

— Yo no sé el salto y seña. Pero traigo a Colombo que está herido — respondió una de las sombras.

Se trataba de Marcelo Recúpero y José Luis Mas, del Regimiento 7. “Ahí ya pasamos a ser cinco. Cuando íbamos a replegarnos, observo que entre unas piedras se movía una lona. Me acerco, y veo que había un muchacho de la clase ’63, Risso Patrón, que tenía dos semanas de instrucción“.

Atrás de Risso Patrón, había otro soldado argentino: “al otro muchacho le dije ‘vamos que nos replegamos’, pero no reaccionaba. Entonces le dije: ‘cuento hasta tres, a la cuenta de tres nos vamos’. Conté y no vino, así que nos replegamos. Años después, cuando pasé el estrés postraumático, entré en razón de qué era lo que había hecho en ese momento: yo le estaba hablando a un muerto, a un muchacho que había tenido una muerte súbita“.

El final de la historia es conocida: el 14 de junio, Mario Benjamín Menéndez presentó la rendición del Ejército Argentino. Las tropas se retiraron como prisioneras y empezó la campaña de desmalvinización de un gobierno militar que resultó muy efectivo para asesinar civiles, pero un fracaso absoluto para coordinar un conflicto armado.

El después de Malvinas

Es el año 1999. Nélida camina por el sendero de piedras, hasta pararse delante de una cruz blanca como su cabello, que ahora flota en el aire producto del constante viento malvinense. Espera que la suerte la haya guiado a la tumba correcta, a la de su hijo, ya que allí no hay ninguna identificación. Solo hay un letrero con una leyenda: “Soldado de la patria solo reconocido por Dios“.

Para la familia de Maciel, la culminación de la guerra dio lugar a una búsqueda desesperada, que se aferraba a la fé de que Jorge siguiera con vida. Como pasaron los días y no aparecía, la hermana de Nélida se acercó hasta el Edificio Libertad, lugar en donde se encuentran las oficinas de administración del Ejército, para averiguar qué había ocurrido. Allí le dijeron que no se preocupara, que el batallón al cual pertenecía el gilense no había entrado en combate. Todavía no sabían que Maciel había peleado en un batallón distinto al cual había integrado inicialmente.

Con el correr de las semanas, su ausencia llamaba cada vez más la atención. Su tía se tomó el trabajo de recorrer los hospitales en donde había soldados, pero no lo pudo localizar.

El primer dato certero llegó cuando un militar se acercó hasta Giles para informar que Jorge sí había combatido y que los ingleses se habían hecho cargo de él. Por lo tanto, lo daban como desaparecido.

Finalmente, un tiempo después, le comunicaron a la familia que efectivamente Maciel había fallecido la noche del 11 de junio. “A pesar de esto, no lo daban por muerto porque, según ellos, debían transcurrir cinco años para ser considerado fallecido. Era simplemente un desaparecido“, explicó su madre en 2003, en el libro “De mi Pueblo a Malvinas” de Graciela León.

Esa nebulosa entre la vida y la muerte planteada por el Ejército, hizo que durante años Nélida esperara que Jorge cruzara el marco de su puerta, con su mirada tímida y su sonrisa bonachona. Sin embargo, en 1998 llegó el acta de defunción y la fé dio de lleno contra la dura realidad.

En marzo de 1999, la mujer pudo viajar a las islas para conocer el cementerio. Después de dar algunos pasos, eligió una cruz al azar y dejó un plato de madera tallado por Marcelo Daverio. Ese fue el primero de los tres viajes que realizaría.

Tuvieron que pasar 36 años para que se pudiera identificar el cuerpo de Maciel. A través de dos exámenes de ADN – con muestras de Nélida y de Alicia, la hermana de Jorge -, se confirmó que estaba enterrado en el sector A, fila 1 número 9.

Fueron a decirme si lo quería identificar para traerlo, pero yo no quería traerlo. Si murió allá, que quede allá“, le comenta su madre a este medio. Habla en voz baja, con las manos sobre sus piernas, mostrando una timidez que no se condice con la fuerza de una mujer que durante años ha peleado por reencontrarse con su hijo.

En su campera de lana, resalta una medalla de bronce con forma de cruz: de un lado, se puede ver el escudo nacional; del otro lado, una leyenda: “El pueblo argentino al Heroico Valor en combate“.

No me acuerdo cuándo me la dieron. Sí me acuerdo de cuando me dieron la estatuilla los de la Comisión de Homenaje Permanente“, confiesa.

En 2019 viajó por última vez a Malvinas y por fin pudo visitar la cruz correcta. Ya no estaba aquel frío letrero, sino una placa con el nombre del héroe gilense.

La última vez que lo había visto a Jorge fue el seis de marzo” – recuerda – “Él ya me había dicho que si la patria lo necesitaba, él iba a ir. Pero ¿Quién se iba a imaginar lo que iba a ocurrir?“.

Las palabras son acompañadas por lágrimas, que seca con un papel que guarda en su mano derecha. Sus respuestas son cortas y suaves, como pequeños susurros. Cada sílaba está cargada de la tragedia de la guerra.

Algo parecido le ocurre a Miranda cuando habla por teléfono. Y no lo oculta. Al final de la entrevista, concluye: “Fijate vos las cosas límites de la guerra. A veces dicen ‘el veterano está bien’. No. El dolor de cuarenta años no te lo sacás más, todo lo que viví, todos los recuerdos… Pero sin culpa, dándole siempre para delante“.

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