En el año 2003, la historiadora gilense Graciela León publicó “De mi pueblo a Malvinas“, un libro en el que se brinda información sobre las islas y se comparten testimonios de los vecinos que formaron parte del conflicto.
A 40 años de la Guerra, recordamos el relato del vecino Juan Carlos Mónaco, soldado del Regimiento 6 de Infantería “General Viamonte”
Una vez finalizados mis estudios secundarios, me dispuse en 1980, a ingresar en la Universidad. Eran tiempos de gobiernos de facto y el acceso a las facultades era muy estricto y restringido. Di mi examen de ingreso, pero por falta de cupo, no pude entrar. Al año siguiente, 1981, me tocaba el Servicio Militar, el que cumplí en el Regimiento 6 de Infantería que aún estaba en Mercedes. Pude salir en la primera baja, en el mes de noviembre.
Comencé a pensar en prepararme debidamente para dar un nuevo examen de ingreso, esta vez, en la Universidad Católica. En la última etapa de mi Servicio Militar, iba haciendo los cursos respectivos. En febrero de 1982, aprobé el examen y estaba a punto de iniciar la carrera.
Para semana santa, como todo provinciano, volví a mi casa para vivir esas jornadas de oracion, con mi familia. Por televisión vimos las imágenes del desembarco argentino en Malvinas y todos los detalles de la Gesta del 2 de abril. En ningún momento se me cruzó por la mente que, en poquitos días, podía estar allí.
A los pocos días me llegó la citación para reincorporarme. El Jueves Santo volví al Regimiento y otra vez el corte de pelo, la ropa y rutina militar. Al principio, se decia que todo se hacia por prevención, por si la cosa pasaba a mayores. Además, la clase 63, recién incorporada, no tenia la suficiente instrucción como teníamos los de la clase 62. Preparamos los bolsones porta – equipos y el lunes posterior a Pascuas viajamos a El Palomar. A la noche, subimos a un avión con el fuselaje pelado, sin asientos y volamos a Rio Gallegos, a donde llegamos a la una de la mañana.
En Rio Gallegos, dada la estructura del aeródromo, embarcamos en aviones más pequeños, sin saber a dónde nos dirigíamos. Algunos decían que volábamos a Rio Turbio, como base de apoyo logístico.
Al aterrizar en Malvinas, veíamos luces amarillas y seguíamos sin saber dónde estábamos ¿Sería aquello Río Turbio?
Nuestro Jefe, que era el Sargento Ayudante Carlos Beltrán, en uso de las prerrogativas de su condición de Oficial, se adelantó hasta el pueblo. A su regreso nos comunicó que estábamos en la Isla Soledad y que habia despachado telegramas a nuestros familiares comunicándoles donde nos encontrábamos y que habíamos llegado bien.
La noticia nos conmocionó. En ese momento, me ruboriza confesarlo, no sabía muy bien cuál era la Soledad, si la isla de la derecha o la de la izquierda, dentro del Archipiélago de Malvinas. Verdaderamente, “estábamos en el baile”, de todo aquello que veíamos en televisión en nuestras casas.
Al amanecer, tomamos nuestros equipos y nos dirigimos caminando a Puerto Argentino. En mitad del camino, hicimos alto para dormir en las carpas que armamos. La marcha había sido muy dificultosa. Al día siguiente, seguimos camino. Casi todas las tropas del ejército, se ubicaron frente a las costas de Puerto Argentino, puesto que eran las mejores playas para un posible desembarco.
Se minaron las playas y se tomaron las posiciones según la estrategia militar. Finalmente, los ingleses entraron por otra parte totalmente desguarnecida. Nosotros estábamos localizados a la entrada de Puerto Argentino. Una compañía se apostó en el cerro Dos Hermanas. Ellos tuvieron bajas y la pasaron mucho peor que nosotros.
Mi rol de guerra era radioperador. Recibíamos del Comando Superior. Yo debía retransmitir esas órdenes al Jefe del Regimiento. Las baterías de todas las radios debian recargarse en energía eléctrica. Por tal razón, se tomó una casa de madera de los kelpers y nos instalamos allí para disponer de electricidad. Teniamos también agua caliente para poder lavarnos, cosa de la cuál carecían los demás compañeros de Giles.
Antes del 1° de mayo, el día resultaba largo. Como éramos tan jóvenes nos dominaba la ansiedad: ¿Qué pasará? ¿Vienen los ingleses? ¿No vienen?
Entre el 12 de abril y el 1º de mayo, corrieron muchas versiones y noticias entre ellas, el ataque a las islas Georgias.
Nos dedicamos a armar una posición segura, para cuando se desatara el evento, aunque teníamos la esperanza de que todo se arreglaría antes que llegaran los ingleses a las islas. Para armar la posición, cavábamos en el piso turboso de las islas. Eran pozos chicos para evitar que se desmoronaran.
El rancho de la comida estaba en otro lugar. Los que estábamos en la casa teníamos el privilegio de contar con elementos para cocinar. Nada espectacular, pero maicena con leche para preparar postrecitos, y alguna pata de jamón u horma de queso de los jefes, las aprovechábamos también.
Una vez cumplidas las tareas de mantener la posición y de las guardias, disponíamos de tiempo libre. En mi caso, trataba de juntarme con los chicos de Giles para charlar con ellos y apoyarnos mutuamente, para superar momentos de angustia.
Estoy hablando del sector comunicaciones bajo la tutela del Sargento Beltrán. Allí estaban Alberto Puglelli, Antonio Flores y un poco más alejados, Ariel Bonetti, Alberto Bava, Rubén Ferretti, Marcelo Vaca.
Tratábamos de vernos y de tendernos la mano. Yo no estaba muy entero psicológicamente, pero trataba de mantener la cabeza helada, para razonar y asumir aquello como una contingencia a las que había que afrontar. Tenía un amigo, Jorge Lamas, con quien habíamos compartido la instrucción durante la “colimba”.
No profesaba la religión católica. Yo tengo mi devoción y soy practicante, en aquellos momentos le pedía mucho a Dios que nos ayudara y nos protegiera a todos y que hiciese su voluntar y no la nuestra. Jorge me regaló un Evangelio que formaba parte de mis pertenencias más queridas. Durante la guerra, me aferré mucho a lo religioso.
También escribía muchas cartas a mi familia. Recibía cartas muy seguido. Yo no tenía relevo puesto que estaba permanentemente con la radio, la cual debía ser atendida las 24 horas. Si me tocaba imaginarme afuera, me reemplazaba otro chico que era el asistente del Segundo Jefe del Regimiento. Con él nos turnábamos para poder dormir algunas horas, pero no descansábamos bien.
Cuando llega el 1º de mayo, el estallido de las primeras bombas de madrugada, nos tomó totalmente desprevenidos. Ante la situación y la incertidumbre:
— ¿De dónde viene? ¿Hacia dónde va? ¿Dónde cae?
El instinto de conservación nos llevaba a cubrirnos, o a saltar adentro de los pozos. Mi posición no era muy ventajosa puesto que no podía abandonar la radio ante la necesidad de recibir y transmitir órdenes. Finalmente, hicimos unas extensiones de cables y nos trasladamos con la radio a los pozos.
Al amanecer, comenzamos a tomar conciencia de la realidad en la que estábamos inmersos: la guerra. A partir de ese momento, la estrategia que desarrollaban los ingleses era atacar en forma aérea al aeropuerto, o la planta potabilizadora de agua, y a la generadora de electricidad.
Después de diez días de ataque, nos habituamos a la rutina de los bombardeos y cañoneos. Subíamos al techo de la casa y podíamos ver cómo se alineaban las fragatas y disparaban sobre estos puntos estratégicos que, al fin, no lograron.
Al estar nosotros en la ciudad, lugar que lógicamente no era atacado, porque permanecían allí muchos kelpers que se negaron a irse a Inglaterra, éramos espectadores de aquellos bombardeos.
Habíamos estudiado cómo se sucedían los ataques: los horarios, la duración y los días de mayor intensidad que eran, por lo general, entre viernes y domingos a la noche.
Posteriormente, charlando con soldados ingleses, con el poco inglés que manejábamos, nos enteramos que, por ser profesionales, cobraban doble las tareas bélicas de los fines de semana.
A medida que se desarrollaban los ataques ibamos obteniendo datos y comenzaron las expectativas: ¿Cuándo nos quedaremos sin agua? ¿Cuándo nos quedaremos sin electricidad? ¿Cuándo nos dispararán a nosotros?
Al llegar la flota inglesa completa, comenzó a actuar la Fuerza Aérea de manera decidida, aprovechando también que las condiciones meteorológicas se mantenían buenas. Estábamos muy ansiosos de ver cómo se producia un ataque aéreo argentino.
Por supuesto que anhelábamos que hiciera impacto contra alguna nave, porque comprendimos que esos aviones nos estaban cuidando. Y se había instalado la rivalidad, el concepto de “el enemigo” que era “o él, o yo”.
Hacia fines de mayo, hubo un intento de desembarco inglés con tres barcazas en Bahía Agradable. El intento fue frustrado por la Fuerza Aérea y las posiciones de tierra que les provocaron muchas bajas. Eso nos daba ánimo y nos hacía concebir la esperanza de éxito al enfrentarnos a un monstruo como el Reino Unido.
Comenzaron a llegar informaciones sobre un primer intento de desembarco en Ganzo Verde que fue repelido. Pero luego, entraron los ingleses de madrugada y arrasaron con una de las compañías.
Al parecer, había mucha niebla y llovizna, y entraron por un lugar que nadie imaginaba como sitio de desembarco y estaba desguarnecido. Esta operación fue muy apoyada logísticamente por helicópteros y aviones “Vulcán”. Estas últimas aeronaves transportaban bombas de gran poder.
Una noche, yo estaba de guardia en el pozo. De pronto, la noche se hizo día. Parecía que, de pronto, hubiese salido el sol, y luego vino la tremenda explosión que no olvidaré nunca, porque temblaba todo a mi alrededor.
La bomba, transportada por un avión “Vulcán”, cayó en el aeropuerto. Tuve oportunidad de ver el daño que causó. Abrió un cráter de 20 metros de diámetro y 30 metros de profundidad. Se inició entonces aquel combate que se iba intensificando. Hacia los últimos días, escuchábamos el fragor de la lucha y comenzamos a ver cómo descendían de los montes, soldados argentinos, físicamente agotados, mal vestidos, vendados.
El 13 de julio, a la mañana, comenzaron a llegar los combatientes prácticamente empujados por los ingleses que venían atrás. Algunos pertenecían a mi Regimiento, otros, eran de diferentes regimientos.
Los Sargentos Ayudantes Aguilar y Ochoa habian abandonado sus posiciones. Ochoa era cocinero. Se replegaron porque los ingleses habían avanzado mucho y afianzado sus posiciones. Buscaron mayor seguridad y se instalaron muy cerca de nosotros. Lamentablemente, a horas de la rendición, esquirlas de un mortero descartable, matan a ambos. Habíamos compartido un año de vida militar.
Estaban a seis metros del lugar donde me encontraba y no pude dejar de pensar que podía haberme tocado a mí. Los vi al salir del pozo. Fue muy lamentable.
En las últimas 24 horas, permaneciamos en los pozos. Se vivian momentos de zozobra y descuidábamos nuestras tareas especificas. La cuestión era tratar de salvarse. En medio de los tiroteos y bombardeos, que ya se dirigían a la ciudad, de pronto, como por magia, cesó todo. Apenas, esporádicamente, se oían disparos.
Los primeros sentimientos que tuve ante la rendición fueron de alegría y alivio, porque había preservado mi vida, también de tristeza al ver los cuerpos de Ochoa y Aguilar. Tomé conciencia de que había otros muchachos que también cayeron. Creo que fue acertada la medida del General Menéndez, de capitular, porque evitó mayores bajas.
Luego, comenzaron a reunirse los restos de topa que llegaban. Se atendían a los heridos. Algunos llegaban caminando y a los que no podían hacerlo, los transportaban en móviles. Recibí la orden de destruir los equipos de radio para no dejar ningún elementos que comprometiera al Ejército Argentino.
Una vez establecida la rendición, aparecieron las tropas inglesas de ocupación, puesto que las fuerzas de combate ya habían cumplido su misión. La tropa de ocupación llegó impecable, afeitada, prolija, descansada, preparada para su tarea.
Se acercaron soldados ingleses a nuestra posición y comenzaron a conversar y a pedirnos revólveres que ellos no tenian. En realidad, era una situación normal, la guerra ya se había terminado. Recogimos nuestro armamento y equipos y nos dirigimos al aeropuerto.
En mitad del trayecto, entregamos todas las armas y elementos que no fueran indispensables para vivir. Se formó esa pila de fusiles que aparecieron fotografiados en mitad del trayecto, entregamos todas las armas y elementos.
Una vez en el aeropuerto, nos alojamos en nuestras carpitas. Estábamos en plena época de nevados. Teniamos 10 centímetros de nieve alrededor. De la comida se ocupaban los argentinos y consumíamos provisiones que habían quedado. A pesar de estar vigilados por los ingleses, segnamos manteniendo la estructura militar y cumplíamos guardias como antes.
El trato que recibí como prisionero fue normal. No me obligaron a trabajar en ningún momento.
Transcurridos tres a cuatro dias, recibimos orden de abandonar el lugar y caminar a Puerto Argentino, donde nos alojaron en grandes galpones, hasta el momento de embarcarnos para regresar.
Antes de subir a la barcaza que nos acercaría al “Bahía Paraíso”, buque argentino, nos revisaron. En mi caso, pude pasar las cartas, el Evangelio, algún dinero y otras cosas.
Una vez a bordo, pudimos comer y bañarnos. No lo podíamos creer ¡Agua caliente! Pero al regresar del baño a buscar mi ropa, no la encontré en el lugar donde la había dejado. La hallé en otro sitio y lamentablemente, me faltaba el dinero y, lo que mas me dolió, el Evangelio. Por suerte, no tocaron las cartas.
Llegamos a Puerto Quilla y de aquí por via terrestre, fuimos a Rio Gallegos. Como me quedaba un poquito de dinero que no habia sido sustraído, compré unas fichas y llamé a casa, donde estaban todos reunidos porque era el Día del Padre, y se enteraron que estaba vivo. Era el 20 de Junio de 1982.
A la noche estábamos en la Escuela de Campo de Mayo, donde nos hacen dormir y comer bien. Tuvimos charlas psicológicas post – guerra, para atenuar toda ansiedad que pudiéramos tener y no salir a la sociedad envueltos en llamas, y cometer alguna locura.
Mis familiares fueron a la Escuela Lemos, pero no estaba permitido acercarse a nosotros. Solamente a través del alambrado. Carlos Beltrán me llevó y pudieron verme. A los tres días, aproximadamente, nos trasladamos al Regimiento de Mercedes. Allí nos esperaba una multitud que nos vitoreaba, pese a que habíamos sufrido una derrota. En realidad, celebraban que pudiéramos haber regresado.
A Giles llegué con el grupo de compañeros y también nos recibió un gentío y las autoridades. Después, fue un desfile de familiares y amigos en mi casa. Yo lo único que quería era descansar y disfrutar de la suavidad de las sábanas de mi cama.
Al día siguiente, la vida continuaba. Tomé el teléfono y me puse en contacto con gente para ver cómo retomaba mis estudios. Deseché sugerencias familiares para que me tomara un tiempo, para que hiciera un viaje. Yo quería recuperar los meses perdidos. Aproveché mi condición de combatiente y fui a hablar con el Decano de la Facultad. Llegué un martes y el domingo ya estaba viajando a Buenos Aires para retomar las clases.
Las imágenes más fuertes que me han quedado de la guerra fueron la tremenda luminosidad cuando estalló la bomba en el aeropuerto, y ver a los soldados argentinos bajar, como en las películas, lastimados y rotosos.
Meditaba mucho sobre los pequeños placeres de la vida cotidiana que no advertiamos; abrir una canilla que saliera agua fría o caliente, tener una pava para preparar el desayuno, comer una galletita. ¿Cómo no lo valoraba cuando lo tenía y ahora no lo tengo?
La experiencia vivida, es fantástica desde el momento en que lo puedo contar. Seria hipócrita si dijera que yo pensaba que estaba allá para defender esas tierras y que me gustaba. Me parecía que había otras formas de encarar el problema, sin exponer vidas.
De todas maneras, y con una visión retrospectiva, fue enriquecedor porque fui partícipe de todo aquello y me sirvió para darme cuenta de muchas cosas que son valiosas en la vida, y de otras que no lo son.