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De Tuyutí a Malvinas: la historia de Julio Marengo

Repasamos la historia de uno de los vecinos que formó parte de la Guerra de Malvinas.

El día que Leopoldo Fortunato Galtieri anunció el inicio de las operaciones militares en las Islas Malvinas, Julio Marengo se encontraba en uno de los campos de instrucción que el Regimiento de La Tablada controlaba en Ezeiza. Como miembro de la clase ’63, ese año había ingresado al Ejército y solo llevaba 30 días de cuartel.

Pese a que, por ser de San Andrés de Giles, me correspondería hacer el servicio militar en el regimiento que encontraba en Mercedes, me destinaron a Infantería y al Regimiento de La Tablada, que al principio no sabía dónde quedaba” explicó Marengo en “De mi pueblo a Malvinas“, libro publicado por Graciela León en 2003.

Algunas horas antes de que Galtieri, asediado por el alcohol y la bronca social, gritara que le presentaría batalla al ejército británico, Julio recibió la noticia: “Nos comunicaron entonces, que se habían recuperado las Islas Malvinas y que se estaban enviando fuerzas hacia allá. Como en la clase ’62 faltaban soldados, nos preguntaron si no queríamos ir como voluntarios a cubrir esos puestos de combate“.

No fue fácil aceptar la invitación, ya que no estaba con ningún familiar que le ayudara a reflexionar sobre la propuesta. Solo tenía un amigo oriundo de Luján: “Junto con él, tomamos la decisión de ir. Yo tomé la determinación porque sentía la necesidad de ese servicio. Lo nuestro era voluntario. Hubiese sido más fácil, hacerlo por obligación, al fin, era una obligación constitucional y un orgullo defender a la Patria. Eso me lo habían enseñado en la escuelita rural Nº 7 de Tuyutí, y yo lo valoraba“.

Como su clase solo tenía un mes de instrucción militar, los de la ’62 los miraban con desconfianza. “Lo unico que yo escuchaba eran reproches. Nadie se amigó conmigo, nadie era compañero mío. Después del enemigo, yo constituía lo más peligroso que ellos tenían, debido a la falta de experiencia“, recordó Marengo ante la historiadora local. Cuando se conformaron los pelotones, su situación no mejoró e integrarse al grupo le fue muy difícil.

Escuela en donde Julio estudió

La movilización

La recuperación de Malvinas, impregnó de un nacionalismo triunfante a un pueblo que venía golpeado por la represión, la inflación, las mentiras y la corrupción. La llegada de los primeros soldados al archipiélago del Atlántico Sur, les concedió una amnistía popular y momentánea a los ejecutores del terror cotidiano.

Por ese motivo, cuando Julio salió en un camión rumbo al aeropuerto de El Palomar, se encontró con que cientos de personas se habían acercado para despedir a los conscriptos: “Antes de partir, mi hermano Jorge y Gerardo Freggiaro, fueron al cuartel de La Tablada. Había un gentío al momento de salir. Desde el camión alcancé a verlos y me sorprendí mucho. Ellos no me vieron y no se enteraron de mi partida“.

Luego de hacer una breve escala en Río Gallegos, el vecino gilense fue llevado a Malvinas. Al llegar, recibió la orden de dirigirse rumbo a la costa para hacer pozos de zorro y carpas camufladas con helechos y vegetación del lugar. “El paisaje que veíamos eran cerros no muy altos, cubiertos de pastos y arbustos duros, agrestes, que iban desapareciendo a medida que se ganaba altura, hasta que, en las cimas, florecía ya la roca” recordaba Marengo.

El inicio de los combates

El 3 de abril, una Margaret Thatcher también asediada por el alcohol y la bronca popular, anunció ante la Cámara de los Comunes que enviaría a las islas una poderosa fuerza naval. Finalmente, el 1º de Mayo el ejército británico arribó al archipiélago: “Con la llegada de los ingleses, todo se volvió más difícil. No podíamos andar fuera de las posiciones, comenzó a escasear la comida“.

Como Julio se había criado en el campo, y el hambre atacaba con una ferocidad similar a la de los fusiles británicos, uno de los oficiales le ordenó carnear una oveja por día. “Este trabajo me vino bien.” – expresaba – “Con mi experiencia del campo, pude aprovechar parte de esas ovejas para el pelotón. La mayor parte de la carne, era destinada para el Comando“.

Las condiciones metereológicas eran muy desfavorables. El viento, la lluvia y el frío no hacían más que poner un sin fin de obstáculos: “Una de las cosas que más me preocupaban, era mantener el fusil en condiciones porque había mucha humedad y se oxidaba facilmente. Para higienizarnos debíamos buscar el momento justo: que no soplara tanto viento, que disminuyera el frío y que hubiera agua suficiente. El clima era muy bravo, pero había días soleados en los que amainaba el viento. Entonces nos tirábamos en el suelo y comíamos la frutita roja de una planta rastrera muy sabrosa“.

Cuando hablaba en plural, incluía en el relato a Martín Bava, un conscripto de Hurlingham con el que compartía el pozo de zorro. Aquel Cabo se transformó en su amigo y en su compañero de rezos nocturnos. Julio lo recordaba con mucho aprecio: “Era un patriota. Tenía bien puestas las tiras de Cabo. No era un fanático del Ejército, era un fanático de la Patria. Tenía un gran espíritu. Pese a que sufrió mucho, jamás se desanimó“.

Arquitectura de un pozo de zorro. Imagen: eduardofrecha.wordpress.com

Los riesgos de la guerra

Al momento de pensar en los días más duros del combate, Marengo afirmaba: “Los peligros más grandes que viví no fue por el enemigo, sino por propia tropa, ya sea por mi inexperiencia y por la falta de organización“. Y no exageraba: más de una vez, su pelotón ingresó en campos minados y hasta recibieron fuego amigo. Es que como la neblina complicaba la orientación, muchas veces los conscriptos se desviaban del camino y la marina los confundía con los ingleses.

Esos episodios no ocasionaron víctimas fatales. La única baja de su pelotón, tuvo que ver con un apuntador de fusil: “En las inmediaciones, había una cabaña de los Kelpers. Ya estábamos advertidos de que ahí, seguramente, se encontrarían bombas armadas. El apuntador creyó que los oficiales decían eso porque podía haber alimento oculto. Entró en la cabaña y estalló una bomba de las denominadas ‘cazabobos’ y lo mató. Era un muchacho de la clase 62. La ‘gran experiencia’ que ellos decían tener, no le sirvió en ese momento. Este soldado fue uno de los que más malhumorados estaba cuando yo, sin experiencia, me había incorporado a su pelotón“.

La retirada

Con el pasar de los días, el fuego se volvió cada vez más intenso. Desde la costa, los buques británicos disparaban sus bombas contra las bases antiaéreas, radares y cañones de artillería ubicados detrás de la posición de Julio.

Al ataque enemigo, se le sumaba la desinformación, el frío y el hambre. Se trataba de un escenario tan duro, que al momento de pensar en aquellos días, Marengo no dudaba en sostener: “Mi decisión personal era que se terminara de una vez por todas, bien o mal“.

En un momento, los oficiales ordenaron que había que aguantar el fuego hasta las seis de la mañana. Sin embargo, las tropas enemigas avanzaban cada vez más, y al cabo de una horas, solo el cerro separaba a los ingleses de Julio.

Cuando no se pudo resistir más, empezó la maratón del horror. Miles de argentinos corrían por las laderas de los cerros, mientras las bombas estallaban a su lado y las víctimas volaban por el aire: “Íbamos bajando a la carrera, calculando por el sonido a dónde podía caer el disparo, ya que nos habíamos acostumbrado a eso durante los bombardeos navales. Cuando el silbido se agudizaba a punto de volverse insoportable, el impacto iba a estar muy cerca. Lo único que podíamos hacer era tirarnos cuerpo a tierra, lo más pegado al suelo posible para que las esquirlas pasaron por arriba. Después, de vuelta a levantarse y a correr. Si alguien caía herido y podía andar, lo ayudábamos, si no podía, lo dejábamos“.

La rendición

El 14 de junio, el general Menéndez firmó la rendición. Los sobrevivientes de la noche anterior, debieron entregar sus armas y recluirse en un galpón en el que había tantas personas, que debían dormir sentados: “Durante el día nos sacaban a trabajar. Formábamos pelotones vigilados por dos ingleses y salíamos a cumplir diversas tareas: limpiábamos las calles, juntar lo que estaba esparcido, levantar las vestimentas que dejaban los soldados que se embarcaban para regresar, ordenar los depósitos de comida, tirar lo que estaba en mal estado, o lo que se encontraba roto, acomodar lo que estaba tirado“.

La última imagen que Julio tuvo de las islas, fue a bordo del navío que lo devolvió a nuestro país. Al subir, los británicos exigieron dejar cintos, cadenas y anillos. Los soldados argentinos recibieron cuatro raciones de comida y, por primera vez, pudieron higienizarse en condiciones aceptables. “Cuando llegamos a Puerto Madryn yo estaba profundamente dormido. Me despertaron para desembarcar. Cuando me incorporé, me di cuenta que me habían robado los borceguíes que eran nuevos. – lamentaba – “Estábamos de regreso a la Patria y me robaron los borceguíes, por lo tanto, desembarqué descalzo“.

Menéndez junto a un oficial británico luego de firmar la rendición

La vida después de Malvinas

Al arribar a Giles, nadie se dio cuenta de que era un ex combatiente. Como siempre había vivido en Tuyutí, para muchos vecinos del casco urbano Julio era un completo desconocido. “Me presentaron al intendente, el escribano Jorge Quagliarello, quien se mostró muy sorprendido: ‘¡¿Cómo?! ¿Vos sos de San Andrés de Giles?’ me preguntó“.

Pese a que se organizó un acto para reconocer a los ex combatientes, Marengo no participó ya que solo quería regresar a su casa. Luego de estar licenciado por un tiempo, volvió al cuartel de La Tablada y permaneció allí durante tres meses.

En 1983 conoció a Marcela García. Producto de esa relación, nacieron Fausto, Melina, Pedro y Sol. “Por todo lo que pasó, yo había escuchado comentarios sobre él. Después tuve la suerte de conocerlo.” – comenta Marcela a Infociudad – “Siempre decía que le sirvió mucho la experiencia de Malvinas, que le dejó mucho aprendizaje. Se quedó tranquilo que todo lo que pudo hacer por su patria, lo hizo“.

En 2001, Julio falleció a causa de un accidente automovilístico. “Algo que me quedó muy grabado y hoy me duele recordarlo, es que su sueño era volver algún día a las islas. El decía que quería buscar el pozo donde había estado. Seguramente él consideraba que el instinto de orientación no se perdía; consideraba que aún así si el pozo no estaba, iba a estar el paisaje que él tenía grabado para siempre” detalla la madre de la familia Marengo.

Y concluye: “Era una gran persona, con muchos valores. Era muy emprendedor, muy trabajador. Como padre también era excelente. Creo que la mejor herencia que tuvieron mis hijos fue todo lo que lo él les inculcó: los valores, el trabajo, el respeto, el ser buena persona por sobre todas las cosas“.

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