Por Hugo Alasia
Ricardo se despertó sobresaltado cuando le pareció haber oído las estampidas de unos tiros. Prestó atención, no se repitieron, y decidió volver a dormir. Al día siguiente debía viajar.Se había acostumbrado al sonido de las armas en el ejército, de cuyos cuarteles había regresado hacia una par de años. Trece meses y dos días de su vida gastó en cumplir el servicio militar obligatorio. Llevó el registro exacto del tiempo que anduvo rodeado de armas y uniformes, como si contabilizara los gastos de un pequeño ingreso. Fue en un franco, mientras pescaba en su pueblo, cuando conoció a Laura, la muchacha que, muy pronto –demasiado pronto lo pensaría luego-, ganó su corazón. Era simple, luchadora, con ideales. Le enseñó a soñar, lo invitó a un futuro con hijos. Después Ricardo comenzó a trabajar en las oficinas de una compañía aseguradora.El pueblo donde vivían no era tan grande. Casas bajas y un centro con una plaza rodeada por la Municipalidad, la Iglesia, una escuela, el correo y los bancos. Era una ciudad similar a tantas otras de la zona, aunque con una particularidad: entre sus habitantes se contaba con un ex – presidente de la República.-¿Presidente? Tal vez no alcance para llamarlo Presidente de la República –decía Ricardo-. Sólo gobernó cuarenta y cinco días y renunció. Aunque debamos reconocer que fue electo democráticamente, sentenciaba al final.Lo escuchaban sus camaradas y superiores en el cuartel.Laura era hija de un almacenero. Había concluido sus estudios primarios y secundarios en su pueblo cuando emigró, junto a otros de su edad, hacia la Capital para alcanzar una carrera universitaria. Su proyecto de estudiar y lograr la graduación en medicina fracasó. No fue suficiente el esfuerzo propio ni el apoyo de sus padres, y debió regresar. Volvió con poco, pero a eso que trajo ella le dio un gran valor. Eran algunas materias aprobadas y un buen número de amistades cosechadas en las aulas. Allá, mientras anduvo por los salones de la facultad, se interesó por la política y acompañó, desde una militancia juvenil, encarnizada y diligente, la restauración democrática que coronó al vecino de su pueblo en el gobierno nacional.-¡Estuve en la casa rosada! –contó entusiasmada a sus compañeros de aula, sintiéndose importante-. Lo vi de cerca al Tío –prosiguió.El diálogo ocurrió una mañana en el bar de la facultad cuando dos muchachos, que estaban en el grupo, la invitaron a una reunión en la casa de uno de ellos.El padre de Ricardo era militar. Oficial de la Marina de alto rango, ajeno a la política. No gestionó el destino de su hijo cuando cumplió los veinte años. Esa tarde del mes de marzo estaba preocupado. Había recibido un llamado telefónico en el que se le ordenaba presentarse el día siguiente en su destino en el comando de la fuerza. Fue la misma tarde en que Laura y Ricardo paseaban por la avenida cerca de la vía. Era martes y podían disfrutar del atardecer en el otoño recién llegado. Él cortó con disimulo una flor del rosal que adornaba el cantero central frente al colegio y se la regaló. Allí todavía se conservaban algunos rosales que el personal de la escuela cuidaba afanosamente. Luego se sentaron en un banco y conversaron del viaje que ella había hecho a la Capital el fin de semana anterior. Laura le contó con alegría su recuentro con aquellos viejos amigos. Hablaron de sus trabajos y de sus campañas y hasta le dedicaron un tiempo a rememorar cuando ella fue integrante de esos grupos. Después, cuando comenzaron a encenderse las luces, caminaron más rápido hasta la casa de Laura. Ricardo disfrutaba de un placer especial al acompañar a la muchacha hasta su hogar cuando terminaba la jornada en la oficina. Se sentía protector. La cuidaba.Volvió ya entrada la noche. Se había despedido de Laura hasta el sábado para cuando tenía planeado regresar al pueblo. Las manos en los bolsillos del pantalón, pasó frente al edificio de la Municipalidad y se sorprendió al ver iluminadas algunas de sus dependencias. Reuniones de último momento, pensó y pensó también en detalles del viaje que, al día siguiente, realizaría a la ciudad de Córdoba.Fue esa noche que oyó los tiros en la madrugada. O quizás antes, a medianoche. Fue como una ráfaga de ametralladora. Los sintió no muy lejos de donde vivía. Intentó encender la luz para levantarse, pero estaba cortada. Tras el sobresalto retornó el silencio y volvió a dormir.A la mañana siguiente se levantó temprano para preparar el viaje. Debía pasar por la oficina, ordenar documentaciones y partir tras el almuerzo. Había vuelto la energía, pero en lugar de encender la radio o el televisor, prefirió comprar el diario en el puesto frente a su casa. Me servirá como entretenimiento durante el viaje, se dijo. Se sorprendió al oír el timbre del teléfono. Atendió. Desde la oficina le informaban que se había suspendido su ida a Córdoba, que fuera a su lugar de trabajo habitual. Salió y compro el diario.“Nuevo gobierno” tituló Clarín en su portada ese miércoles veinticuatro de marzo. Más abajo informaba sobre los comunicados de la junta militar que una vez más había tomado el poder de la Nación. Ricardo leyó con premura aunque no le sorprendió la noticia. No obstante, prestó atención al comentario del empleado del puesto de diarios quien, ya de madrugada, había comenzado su trabajo.-¡Volvieron los milicos! –aseguró el canillita.Y detalló lo que sabía sobre lo ocurrido en el pueblo.-Parece que vinieron a buscar al ex presidente. Le tirotearon el frente de la casa en la madrugada. Dicen que se escapó antes, que le avisaron anoche y que se fue por el portón de atrás. En el Fairlane azul se fue, no se sabe adónde. Dicen que cortaron la luz para que pudiera escapar. Y el intendente también se fue. Bueno, dicen… lo que se sabe es que anoche estuvo reunido hasta tarde con sus secretarios y hoy por la mañana no apareció.Ricardo dobló el diario, lo puso debajo del brazo y partió hacia la casa aseguradora para recibir instrucciones. Optó por la vereda del sol, estaba fresco. En la cuadra siguiente vio cruzar un camión con soldados.Por la tarde quiso saber sobre Laura y contarle de los nuevos planes.-No está –le respondió la madre-. Viajó por la mañana a la Capital. Anoche la llamaron desde allá y decidió ir. Imaginó que no estarías…Le disgustó la respuesta, aunque fueron importantes los hechos de ese día y esa conclusión le pareció la razón suficiente para resignarse. Regresó a su casa. Su padre ya había partido, por lo que cenaron con su madre con el único tema de conversación que generaban los sucesos políticos y militares que estaban ocurriendo.No está, no ha regresado, no sabemos nada de ella. La respuesta repetida le golpeaba el rostro y el corazón cada vez que preguntaba por Laura. La incertidumbre le oprimía el pecho.Esta vez no pudo precisar cuánto tiempo. ¿Días, meses…? La ausencia se prolongó demasiado. Sólo hubo un muy breve llamado que aseguró que estaba bien pero debía permanecer lejos. Después no supo más de ella.El padre de Ricardo estaba nuevamente en su casa con motivo de un franco de su actividad. Sentado en el sillón preferido de la sala, su rostro parecía aún más severo que de costumbre. Su voz tuvo un inevitable tono militar.-Debo cumplir con mi deber patriótico, hijo.Ricardo le había preguntado por qué figuraba el nombre de su novia en una breve lista escrita con su letra. Antes le había devuelto un pequeño papel doblado que encontró caído en el piso de la sala, allí donde el militar colgaba el saco de su uniforme.-¿Por qué? ¿Cuál es el motivo?La respuesta esta vez tuvo un sonido paternal, más parecido a un consuelo.-Seguramente, algo habrá hecho.Ricardo volvió a caminar por la avenida cerca de la vía, a sentarse en el banco frente a la escuela, a cortar una flor del cantero para llevarla a ningún lado. Luchó contra el silencio. Leyó los diarios y siguió luchando contra el silencio hasta qué, al final, el silencio le ganó a la batalla. Laura estaba definitivamente desaparecida.