Por Johana Godoy, Profesora de Lengua y Literatura
Comienza a retumbar el eco de los que maldicen y padecen los lunes, como si ese bendito día tuviese culpa de algo. Comienza a escucharse la queja de los miles que no desean retornar a sus trabajos. También se oye ese no tan sutil agradecimiento de padres y madres que se sienten liberados de compartir veinticuatro horas con sus hijos durante dos meses y pico. Exponer esto no es atacar a quienes lo hacen, sino una simple invitación a la reflexión; porque compartir tiempo con nuestros hijos debiera ser lo más sano y natural que nos queda. Se cuestiona la descarada manera de cómo varios y varias exclaman “No veo la hora de que arranquen las clases, no los aguanto más.” Debe reconocerse que la responsabilidad de criar y educar hijos implica formidable cansancio, ello es incuestionable. Ahora bien, de ahí a estar suplicando que se inicien las clases como el milagro que ponga fin a supuesto padecimiento, existe un intervalo importante; y en él es preciso detenerse. ¿Realmente se piensa en todo lo que significa enunciar esas palabras? ¿Qué se les transmite a los más pequeños? ¿Que la escuela es la receptora de niños que ya no son tolerados, jornada completa en sus aparentes hogares?De esta manera, en el inconsciente colectivo viene apareciendo desde hace unos cuantos años un lamentable desprestigio a las escuelas públicas y a quienes en ellas trabajan; se las convierte en guarderías de chicas y chicos que no se sienten amados en sus casas, se cuestiona la labor de los docentes y se olvida que todo derecho implica obligaciones también.Que los colegios se han convertido en instituciones desbordada de demandas sociales, todos lo sabemos; pero sin ahondar en ellas, en lo cotidiano ¿Qué se espera? ¿Qué la escuela sea una educadora de niñas y niños y que si sobra algo de tiempo, luego, los docentes puedan enseñar lo deben enseñar? La primera y gran educadora es la familia, en cualquiera de sus configuraciones; y no se puede delegar por completo esa responsabilidad a las escuelas, que sí afianza valores, pero sola no puede, precisa del compromiso de todos.Entre tanto revuelo aparecen tímidamente las paritarias, ahí, bien próximas al inicio de clases, y este último se vuelve rehén del acuerdo entre gremios, sindicatos y el gobierno de turno, como si negociar el aumento salarial no pudiera hacerse en otros momentos. ¿Por qué no se buscan alternativas para no vulnerar el derecho de estudiar de las/os jóvenes y de trabajar dignamente de los maestros, profesores, etc.?En las actuales paritarias, como ocurre históricamente, los gremios exigen una recomposición salarial que permita recuperar medianamente el poder adquisitivo perdido por la inflación del año pasado. Cuesta entender qué tiene de descabellado ese reclamo, que ni debiera existir.Ellos ajustan y ajustan para abajo, proponen aumentos en cuotas; y generan un malestar inevitable en quienes día a día dejan la voz y el alma en las aulas. Seamos conscientes de eso pero no nos acostumbremos a la queja como la única opción. Generemos propuestas que posibiliten repensar la realidad y cambiar de ella lo más injusto, empecemos por ejemplo por devolverle a la escuela el lugar que merece, evitemos expresar comentarios que pongan en duda su esencia; escuchemos más a las niñas y niños y procurémosles más amor.Si agobiados no encontramos razones para seguir en las escuelas, volvamos a posar la mirada sobre las líneas de Pedagogía de la autonomía de Paulo Freire, y recordemos que “enseñar exige humildad, tolerancia; lucha en defensa de los derechos de los educadores, pero por sobre todas las cosas, enseñar exige alegría y esperanza y la convicción de que el cambio es posible”. Este seis de marzo, (trece para Secundaria) pisemos fuerte las escuelas, con una sonrisa que no sea de hipocresía, sino de alegría de saber que ocupamos amplios espacios populares. Agradezcamos y devolvámosle el prestigio a la educación pública desde todos y cada uno de nuestros roles. Docentes, estudiantes, padres, madres, tengan un feliz ciclo lectivo 2017.