Cuento de Hugo Alasia
Cuando el demonio pasó por mi casa yo estaba durmiendo. Fue un viernes de madrugada que me despertó el ruido de los vidrios rotos. El humo no llegaba a mi dormitorio.Me enteré a la semana siguiente en la reunión de la comisión directiva, de la que era integrante desde hacía ya unos años, que fue esa la primera vez en la historia del cuerpo de Bomberos Voluntarios que la autobomba que acudió a sofocar el incendio no pudo llegar. Sufrió un desperfecto mecánico absolutamente extraño en el camino y se debió solicitar la salida de otra unidad en reemplazo de aquella.Para pedir el auxilio de los Bomberos tuve que llamar desde el teléfono de un vecino. El fuego había quemado los cables del mío y no existían los celulares por ese entonces. O al menos yo no los tenía como tampoco nadie en mi familia.Creo en Dios y como consecuencia, tengo que creer en el demonio. Creo también que éste, a través de sus ángeles como agentes maléficos, puede generar daños que aparecen incomprensibles a nuestro razonamiento humano. Si no fuera así, quizás nunca hubiera podido entender por qué solo se quemaron esos libros.El fuego comenzó en un mueble del comedor. Un modular o aparador de madera lustrada donde se almacenaba la vajilla que usábamos solo cuando venían visitas, algunas bebidas en el compartimiento con puerta de bisagras abajo, revistas y fotos y servilletas y manteles en los cajones inferiores, y, en el estante de arriba, una suerte de mini biblioteca improvisada donde quedaban los libros más usados de la familia: La Biblia, Los cinco Minutos de Dios, del P. Alfonso Milagro, una enciclopedia de enfermedades de cinco tomos, varios ejemplares del Catecismo –por ese entonces yo era catequista en una escuela de campo-, un diccionario bastante abultado, un recetario de doña Petrona, un ejemplar de Los Cuentos de la Selva de Horacio Quiroga y un libro del ex Padre Flores cuyo nombre ha escapado de mi memoria. Todos amontonados en el mismo lugar. El mueble estaba iluminado por una luz difuminada por los vidrios marrones que cubrían las lámparas. Esos vidrios fueron los primeros en recibir el calor de las llamas y al romperse nos dieron el alerta. En el comedor había también una mesa con seis sillas y dos sillones de caña. El televisor, un paragüero y un perchero de pie donde colgábamos los abrigos en invierno.Recuerdo que el hecho ocurrió algunos días después del accidente de Germán. Germán era uno de los amigos de Ramiro, mi hijo menor, y la última vez que estuvo por allí, el sábado anterior, yo le había prometido que nos íbamos a reunir a comer pizzas.-¡Ok, pero con cerveza! –dijo Germán.-Son muy chicos para tomar alcohol, -les dije y me celebraron la broma porque con sus catorce años se creían adultos-. Además siempre andan en moto y es peligroso, se pueden mandar una cagada, -agregué.Sin embargo, no había tomado esa vez porque fue al mediodía cuando salía del Colegio e iba de regreso a su casa. Tal vez demasiado rápido, o miró para otro lado. La moto de Germán impactó con el ómnibus que cruzaba por la calle transversal y su cabeza dio contra los hierros del vehículo. Por varios días permaneció internado en la sala de terapia intensiva y se temió por su vida. Las mamás de muchos de sus amigos se reunieron varias veces para rezar por su recuperación, otras familias rezábamos en nuestros hogares con el mismo propósito. Eso habíamos hecho la noche anterior antes de irnos a dormir. Encendimos una vela; además, que pusimos en el modular, en el estante superior, rodeada por el tríptico del Cristo Peregrino que también consumió el fuego.Me levante para averiguar que había originado el ruido de los vidrios rotos, crucé el pasillo y llegué a la puerta del comedor. Era fin de noviembre y el día estaba claro. La luz de la madrugada entraba por las hendijas de las persianas del living sin bajar del todo. No hice rudo para sorprender por si se trataba de algún intruso que hubiera ingresado a la casa. Abrí la puerta. El negro del humo que invadía el ambiente se mezclaba con el resplandor rojo en la pared y el olor ácido de la combustión. Todo penetró por mi nariz, por mis ojos, por mis oídos que recibieron el crepitar de las maderas ardiendo. Alguna vez, de niño, me había imaginado cómo sería el infierno y mi mente infantil, ahora me doy cuenta, había adelantado varios años este momento.-¡La puta, se quema! –grité-. ¡Llamen a los bomberos!No obstante no había en la casa en ese momento, alguien más indicado que yo para la tarea.Salí a la calle y sentí el fresco del aire en mis piernas y en mis pies, pero no tenía tiempo para volver y vestirme.La sirena del Cuartel tardo años en sonar y aún más tiempo los bomberos en llegar a casa.-Cuando el fuego consume tus cosas, cada segundo resulta interminable –expliqué, más sereno, al Jefe del Cuerpo, que me mostraba la hora de llamada y el tiempo que tardó el grupo en comenzar su trabajo-. Yo había intentado en la reunión, formular una queja por el retardo.Llegaron en la autobomba cinco jóvenes y un oficial a cargo. Dirigieron los chorros de agua hacia las llamas que danzaban sobre el mueble y desde el techo, como si siguieran el ritmo de una música demoníaca que sólo ellas oían. Fueron varios minutos de lucha. De tanto en tanto reaparecían en el cielorraso de madera o detrás del mueble, y volvían a danzar. Finalmente, vencidas por el agua, se esfumaron en una combinación de vapor y humo que escapó por la ventana extrañamente hacia el cielo. El aire de la mañana estaba en calma.Habíamos logrado rescatar muchas cosas del comedor. Las flores de jarrón –días antes había sido nuestro aniversario de casados y agasajé a mi esposa con un ramo de rosas- habían doblado sus tallos y caían sobre la mesa que ahora estaba en la vereda junto con las sillas, los sillones de caña, los cajones del modular, el perchero y la mesa del televisor. El aparato lo llevamos rápidamente al dormitorio.-¿Qué pasó? –preguntó el Jefe tratando de averiguar el origen del fuego.-Creo que anoche nos olvidamos la vela encendida –explicó mi mujer.Cuando recuperábamos la calma y los bomberos se habían retirado y ya no quedaban los curiosos que se acercaron a ver; cuando llegó el momento de mirar el ambiente desde la angustia de lo vivido, aparecieron las paredes negras de hollín, las cortinas de la puerta-balcón y de la ventana que da a la calle colgando en girones, quemadas las maderas del taparollos y todo impregnado por el agua.Nos llevó el resto del día secar, limpiar y reacomodar provisoriamente cada cosa en algún lugar. Del mueble donde se originó el fuego, sólo resultó sin daños la parte inferior. Por eso los libros y las botellas de licor que recuperamos, junto con platos y algunas copas que se salvaron del fuego, quedaron sobre la mesa en espera de algún destino que más tarde les conseguiríamos.Ya por la noche y con las pocas fuerzas que me quedaban, me dispuse a guardar los libros que se habían escapado afortunadamente de las llamas. Algunos quedaron con huellas de calor pero completos. Hice un inventario mental de los que estaban sobre la mesa: el recetario de doña Petrona, los cuentos de la Selva, un poco más mojados los cinco tomos del diccionario de enfermedades, el otro diccionario, el del Padre Flores –el más dañado- y un manual de peluquería que días antes había dejado mi esposa y de cuya existencia ya no sabía.-¡Qué raro! –dije- . Se quemaron todos los libros espirituales… ¡y sólo esos!Y para corroborar busqué en las bolsas con basura donde habíamos echado lo que ya no servía. Si, allí estaban destruidos, con algunas hojas sanas –sólo algunas- lo que los hacían inútiles, la Biblia, los catecismos, los Cincos Minutos…Volví a la mesa, tomé los libros que habían quedado y los llevé al living.Pasaron más de diez años desde el incendio. A veces suelo ver a Germán pasar con su padre en el auto, la cabeza bamboleante y aferrado con su mano a la puerta. Otras veces llevado en su silla de ruedas. No sé si habla, no sé si conocerá. Seguro no recuerda que lo había invitado a comer pizza.