Cuento. Por Hugo Alasia.
La carta se la dieron en el almacén de don José porque el correo no llegaba hasta su casa. Ramón miró el remitente del sobre y la guardó en el bolsillo del pantalón.-Al fin se acuerdan de mí -murmuró por lo bajo-. Hacía varios meses que no recibía noticias de ellos.Desde que enviudó sus hijos se fueron para otros pagos en busca de mejor suerte. Él se acomodó en la casa, solo, al cuidado de los animales y tratando de conseguir algo de la huerta para sobrevivir. Su casa estaba cerca del arroyo. Muy cerca. Del lado de allá del arroyo. Cuando corría poca agua, Ramón lo cruzaba de un salto, o usando algún tronco caído en el fondo, pero cuando llovía y había crecida daba la vuelta por el puente que estaba, cauce abajo, a unos doscientos metros.-Estos municipales, -se quejaba- no se ocupan de limpiar el arroyo bajo el puente. Cuando llueve un poco nomás, la crecida me llega al patio.El comentario fue en el almacén y no lo recogió nadie.El patio de la casa de Ramón era de tierra. Había un sauce que daba sombra por la mañana y un eucaliptus del otro lado, de donde vienen los vientos. El gallinero y la huerta en la parte alta. El fondo del terreno daba al arroyo.Ramón fue hasta la calle para ver mejor el poniente. A esa hora ya habían pasado los hijos de los Benítez de regreso de la escuela y él vio, allá en el cielo, juntarse los nubarrones tapando el sol. Oscuros, espesos, amenazantes, como si estuvieran cargados de rabia. Volvió al patio, arreó las gallinas que andaban sueltas y las encerró en el gallinero. Entró la jaula con los cabecita negra y llamó a los perros.La tormenta se presentaba desde el lado del campo, del Oeste. Era la de Santa Rosa, la que siempre aparece alrededor del treinta de agosto y suele ser brava. Ramón lo sabía y por eso hacía un buen rato que andaba mirando el cielo preocupado. No era valioso lo que tenía, pero era todo.La casa de Ramón tenía paredes de ladrillos en la parte de atrás, pero al frente aún se conservaban las de adobe de la construcción original. De ellas salía el alero que se extendía sobre el patio. En la primera habitación estaba la cocina y a continuación había dos piezas. En una dormía Ramón, la que tenía la ventana al sur, y en la otra los perros. Esta servía también como depósito cuando juntaba las verduras de la huerta o amontonaba alguna bolsa con maíz para las aves. El baño estaba afuera, del lado del arroyo. Sonó el primer trueno allá a lo lejos y los perros ladraron alertados. Ramón entró a la cocina, arrimó la silla y se sentó a la mesa. La carta estaba ahí. Ya la había leído varias veces, pero lo hizo una vez más.“Querido papá, espero estés muy bien. Nosotros acá felices con esta novedad. Rosa está esperando un hijo. Serás abuelo para enero, si Dios quiere…” El resto no importó, le bastaba con estas frases para inundarle los ojos, una y otra vez.-La pucha -se dijo-. Un nieto… y para enero. Pero, ¡claro que Dios va a querer! ¿Por qué no habría de querer?Se puso de pie y dio unos pasos, pava en mano, hacia el fogón encendido. Se arrepintió.-Esta noticia es especial… Dejemos los mates para más tarde. ¡Ahora a festejar entre los truenos y la lluvia! ¡Te espero, amiga Santa Rosa… que por mucho que te esfuerces no me quitarás esta alegría!Afuera el cielo se había puesto oscuro. Los nubarrones avanzaban desprolijos desde el campo traídos por el viento que, además, alineó a las vacas y sojuzgó a los árboles que se inclinaron a su paso. Algunos cartones que estaban en el fondo, pasaron rodando hacia el arroyo cuando adentro, en la cocina, Ramón empezó a festejar.Cuando Ramón festejaba era común que lo acompañaran los duendes. Así pasó el día que le dieron la pensión, cuando se salvó de la operación porque el diagnóstico estaba errado, esa temporada que la parra dio muchas uvas… la noche en que la muchacha que trabajaba en la tienda le dijo que sí a su invitación y otras veces más que quedarán allí en su memoria. Los duendes aparecían al rato y se quedaban con Ramón, lo conversaban, y hasta le cuestionaban sus cosas, pero la mayoría de las veces acompañaban al hombre en su alegría.Esa tarde de la tormenta también llegaron por la casa. Rodearon la mesa y se sentaron como para hacer larga la tertulia.-Afuera va a llover, ya se vino el viento, pero hoy estoy feliz.-Un nieto, Ramón, tendrás un nieto.-¡Cuánto tiempo sin una buena noticia! Tendré que arreglar la pieza para cuando venga a visitarme con sus padres. Los perros irán a dormir afuera… si corro las bolsas, la cuna la ponemos contra la pared.-Tranquilo Ramón, todavía falta para eso. Ahora sólo dedicate a festejar… La vida te da una alegría grande, y esa vida tuya se hará más larga en la vida misma de tu nieto. El será quien siga tus proyectos, quien lleve adelante tus ganas.-Pero la pucha… si ya lo estoy viendo acá jugando entre los patios, espantando los pollitos, ¡sigamos festejando!El viento llegaba en remolinos. Furiosos torcían los gajos que se iban quebrando. El sauce estiraba sus ramas hacia el arroyo y hacia allí también volaron algunos trapos que los vecinos de la casa del molino habían olvidado afuera. El eucaliptus resistía. Se había anticipado la noche y los muchos relámpagos iluminaban la penumbra. El aire olía a tierra y a mugre del camino. Todo se cargaba con el sonido amenazante de los truenos y del viento golpeando contra las paredes, silbando allá arriba entre las hojas de los árboles. Las nubes llenas de agua llegaron.-¡Ah, Santa Rosa bendita! ¡Viniste brava, eh! Pero ahora yo tengo un nieto y no impedirás que festejemos.La voz de Ramón salía de una garganta un poco más ronca, mientras prendía el farol. Los duendes no lo abandonaron.-Mañana lo sabrán todos, don José en el almacén, y la muchacha de la tienda. Rogelio, el carnicero, siempre me habla de sus nietos, ahora le contaré del mío.-¡Bravo, Ramón! ¡Un aplauso para el mejor abuelo de este lado del arroyo…!Y Ramón se paró y alzó los brazos mientras aplaudía. Sintió el ruido del agua que golpeaba el techo y bailó, y los duendes bailaron con él. La ventana del dormitorio se golpeaba mal cerrada…-¡Aplaudan, carajo… aplaudan conmigo!La lluvia era torrencial y el viento no amainaba. El paso bajo el puente se fue cargando de ramas, latas, chapas. El eucaliptus no resistió más. Primero fue el gajo que estaba sobre el gallinero. Rompió los nidos al caer e inutilizó la protección para las aves. Después como un gigante alcanzado por el proyectil mortal, todo el árbol se desplomó. Estaba cerca de la casa y sus troncos más gruesos, como espinas enormes, se incrustaron en el techo.-¡Ah, Santa Rosa bendita! ¡No podrás! Acá está la carta… ¿ves? La guardo bien, no te la llevarás. Dice que voy a tener un nieto, que va a nacer en Enero… ya no estaré solo. Vendrá acá, jugará conmigo, correrá por el patio, espantará los pollos. No te llevarás mi carta, ni esta tampoco… ¡Voy a seguir festejando!Esa noche llovió hasta la madrugada. El arroyo se hizo gordo hasta el puente. Cubrió el patio. Mucho. Y entró en la cocina. Cedieron las paredes de adobe y se cayó el alero.La carta fue encontrada en el bolsillo del pantalón de Ramón. La damajuana de vino, vacía en su mano inerte.
Cuento extraído del libro “Cosas que se me ocurren” (2015) de Hugo Alasia.