Todos los testimonios son similares, no importa que la distancia entre un lugar y el otro esté dividida por muchos kilómetros de caminos de tierra. Las docentes que lo vivieron cuentan casi lo mismo. En plena clase se escucha el ruido de algún avión o mosquito que despide agroquímicos. Los presentes se descomponen, tosen, se marean y les cuesta respirar.Ana Zabaloy es una de las personas que lo vivió en su cuerpo para contarlo. Hace dos años en la escuela rural n° 11 “José Manuel Estrada” –ubicada a 20 kilómetros del casco urbano de San Antonio de Areco- durante la mañana sus alumnos percibieron un olor muy fuerte que ya conocían. “Lo que me llamó la atención es que los nenes estaban muy familiarizados con la presencia del mosquito”, comentó. A partir de esta inhalación accidental, Ana estuvo 15 días con la cara dormida y los nenes estuvieron dos meses con tos.La ex-directora confiesa que no tenía conciencia de la gravedad de esta situación hasta aquel día que los fumigaron con 2-4D, “un producto muy neurotóxico que es uno de los componentes del agente naranja de Vietnam”. A pesar de trabajar varios años en esa escuela, “la comunidad siempre lo tomó con mucha naturalidad”. Sin embargo, al hablar y escuchar a los vecinos, comenzó a conocer detalles que no suelen comentar. “Sus papas a veces son los mismos que fumigan porque son empleados rurales y los mandan sus patrones, entonces para las familias es difícil reclamar”, explica.Luego del episodio, Ana comenzó su activismo: “Llevé especialistas a la escuela, hicimos denuncias, salimos en los medios.” A partir de la instalación de la problemática, las historias se multiplicaron. “Las madres de los niños contaban que pasaban las avionetas sobre sus casas, colgaban la ropa afuera y tenían que volver a lavarlas por el olor. También relataban su preocupación por la salud de sus maridos que manejaban los tractores de fumigación manual.Descubrió que la actividad es moneda corriente en las zonas rurales: “He visto niños con reacciones de piel, problemas respiratorios y digestivos permanentes.” A raíz de esta lamentable cotidianidad empezó a pedirles dibujos a los chicos sobre las situaciones que veían. “Creo que hay mucha falta de conciencia y están tan naturalizado que muchas veces no se denuncia”, sostiene.Según Ana, desde el sector productivo se afirma que el uso de agroquímicos resulta imprescindible para la cosecha. “Esto es mentira porque el hombre hace mil años que siembra y solo hace cincuenta que nos convencieron de usar veneno para cultivar nuestros alimentos”, explica firme.Desde el Espacio Multidisciplinario de Interacción Socio-Ambiental-EMISA perteneciente al Programa Ambiental de Extensión Universitaria de la Universidad Nacional de La Plata se realizó un trabajo de seguimiento de la Escuela n° 11 y se tomaron muestras de agua de lluvia, de pozo, del suelo al borde del alambrado y del centro del parque donde están los juegos de los chicos. “Se encontraron 7 agrotoxicos distintos entre insecticidas y herbicidas, algunos prohibidos en otros países hace mucho tiempo, esto demuestra que las derivas si existen”, confirma Ana, quien describe que el viento y el agua de lluvia arrastra todas las partículas que están en suspensión en el aire.Los niños y los adolescentes representan una población especialmente vulnerable por sus actividades cotidianas. “Tienden a llevarse cosas a la boca, sus órganos respiratorios están más cerca del piso por su estatura, todo su organismo está en pleno desarrollo, sus células en multiplicación y su sistema neurológico es más permeable”, detalla y agrega que ha visto con sus propios ojos la soja pegada al alambrado que divide las escuela de los campos en San Antonio de Areco y también en San Andrés de Giles.“A Areco le cuesta reconocer que es un pueblo fumigado. La gente del centro piensa que porque no viven en el campo y sus hijos no asisten a escuelas rurales están a salvo”, aclara y afirma que las derivas recorren kilómetros y después “los agrotoxicos los tenemos en la mesa, en los silos del pueblo, donde se fumiga el grano, y en el polvillo que vuela y que se deposita en el patio de la casa de la pobre gente que vive a los alrededores”.Ana relata que no es fácil la lucha que está llevando: “hay intereses muy grandes de por medio”. En sus palabras se nota el compromiso que la atraviesa: “Cuando uno realmente mira una problemática a los ojos y ve el sufrimiento de los chicos, sus familias y te pasa por el cuerpo, es imposible mirar para otro lado”.