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Escrito N°25 “De los cuadernos de un joven estudiante universitario”

Por Leonardo Curotto.De marzo era una tarde y aún, abrumaba con sus últimos resuellos –en cualquier claro de galpón­– el estío y su bochorno. La primera crianza del año había pasado dejando un paisaje marrón y sereno adornado de plumas blancas. Por momentos parecían escucharse los gritos de aquellas aves torpísimas; bestias desesperadas por comer locamente a sus anchas infinitas. Pero había silencio, tan sólo una pequeña armonía orquestal solía oírse al aguzar el oído: la leve brisa moviendo las ramas de los sauces llorones mezclándose delicadamente con cantos de jilguero, el chirrido intermitente de la chicharra misteriosa y zumbidos de moscas inquietas…y la radio; lejana, con aquella voz sucia y compañera ¡la querida frecuencia de amplitud modulada! tan inconfundible, tan mágica.Mi padre hallábase ocupado en apagar la cal con la cual pintara él luego árboles del parque y postes de los galpones. En tanto, mi primo y yo hacíamosle compañía.Mis padres habíanse divorciado no hacía mucho tiempo y por extraña razón mi primo comenzaba a frecuentar la granja; sabía yo, que antes de mi nacimiento–mi padre y mi primo–habían forjado un gran vínculo y  mi primo–supongo–no quería perder la relación que los papeles ahora, roto el matrimonio,  disolvían. Al menos figurábame con ello la razón de su curiosa presencia; la de mi primo, por supuesto; puesto que hasta ese entonces jamás lo había visto ir de visitas por allí. Aunque pensándolo mejor, la granja era el único lugar donde uno podía encontrar a mi padre; tras la separación vivía y trabajaba en aquel palmo de tierra ubicado no muy lejos del pueblo.Lo cierto es que mientras mi padre empeñábase en colar la cal con un andrajo rojo de media sombra díjome mi primo:–Che, Leito…– lo miré, y en un pase rápido, con la vista, señaló a mi padre. Acto seguido levantó su mentón en la misma dirección en que lo habían hecho sus ojos; sonrió socarronamente y exclamó:–…Cosa de negros, cosa de negros Leito…– mientras él, negaba  con la cabeza; ya mordiéndose el labio inferior, ya levantando las cejas. Dirigí la vista a mi padre y por primera vez –quién sabe por qué– parecióme ridículo. Agachado, manchado de pintura, vestido con pilchas viejas, rotas y gastadas ¡tan patético! Siempre intentando solucionar las cosas con cualquier porquería que daba vueltas por la granja; sin armarse bien de lo necesario, sin previsión alguna, sin nada; todo a la bartola. Y sus manos, gastadas, ásperas, henchidas de trabajo brutal y sudor de lomo ancho.Púseme del lado de los triunfadores desechando por completo todo el afecto y el respeto que había cultivado con mi padre hasta ese entonces y que obligábame indudablemente a defenderlo; creía capaz de  sentirme ajeno a todas sus mañas y deseaba librarme ligeramente de esta perturbación; me inventé–para de momentos salvar mi conciencia–como “hijo de nadie” un absurdo fatal que negábamelas de primera. Entonces reí, reí forzadamente. Al punto, mi padre despotricó con firmeza; dijo con voz inflamada:–El negro se las arregla con lo que tiene a mano–¿Habrá mi padre sentido hacia mí lo mismo que yo sentí hacia él un momento después de haberle concedido complicidad a mi primo? Era yo pequeño, pero en los sentires no rigen las leyes.La tarde pasó y lo hizo la noche y lo hicieron los días, pero desde este episodio una pequeña congoja enraizó debajo de mi pecho y no dejó de doler; al recordarlo, sorprendióme la crudeza de mis actitudes y pensamientos; entristecíame porque no pertenecían nada más que a mí, a mi ya corrompida nobleza. Habíame ganado un arrepentimiento en la feria de los vivos y dime cuenta además, que ir con perdones no era, ni nunca es suficiente.Diez años más tarde el paisaje era distinto. Hallábame con mi recuerdo de niño en una vieja casa de pensión. Un lugar misterioso, lastimero– a ojo de burgués–donde el tránsito vertiginoso de sus ocupantes pinta de cada rincón del caserón un retrato distinto y lo aroma, de prepo, ante cada nueva presencia, con cada ausencia.Donde crece la fisura y como hojas de  papel, cuelgan jirones viejos de seca pintura; donde persistente la humedad derrumba de a pedazos el yeso a menudo; allí, en el cielo raso del comedor, fue donde mis ojos posáronse decididos ante la insistencia mía de encontrar al menos un trozo de hilo para ceñir las hojas de un informe serio que debía yo entregar sin falta al día siguiente. Claro–de buenas a primeras–el único posible era el llamado “hilo de matambre” ya que el hilo de costurero que había encontrado en el cajón de “Lo guardo por si las dudas” era inútil para el cometido. Procuré entonces hacerme del miserable trozo de hilacha a costa de la–por mí, pretendida– caridad de alguno de los compañeros y compañeras de casa. Exhaustivamente fui con mi requerimiento a todos, pero nadie contestóme que tenía. Un compañero sintióse un tanto afectado por mi preocupación y aconsejóme que lo dejara para el día siguiente, que podía bien ir a comprar cuanto hilo quisiere a la mañana, al abrir los negocios. Efectivamente tenía razón, podía esperar…pero algo obligábame a terminar con lo que habíame propuesto.–Mañana, ¿por qué mañana?…Y menos para cosas sencillas– decíame mientras la terquedad inundaba mis caprichos.Fue en vano encontrar en los arrabales del patio un trozo de alambre oxidado. Mis esperanzas, habían expirado. Ya, resignado, con la inercia que habían legado mis últimos ánimos por encontrar aquella pequeña brizna de satisfacción,  resolví ir al lugar que faltaba y que de primera había obviado por mis azarosas expectativas.Dirigíme al baño. A sabiendas lo recorrí con la vista rápidamente y…nada. Sin lógica alguna –y aún dentro de aquel cuarto pequeño, harto transitado; inevitablemente menos pulcro de lo que se piensa– mis ojos primero, mis manos luego; indagaron en las profundidades del botiquín abandonado. Impacientes, desesperadas, abrieron sus puertitas y allí, allí ocurrió el milagro. Una caja de hilo dental vieja ¡quién sabe a quién pertenecía! aún con olor a menta y con cantidad de sobra para realizar mi tan esperada labor.– ¡Triunfo!–gritaba yo mientras mi compañero dirigíame una mirada de resignación: el ceño fruncido, mordiéndose el labio inferior y negando con la cabeza.Desconocía él, el motivo real de mi alegría; el cual nació al verme en tan patética situación: ciñendo con hilo dental las hojas de un informe serio…Mi padre estaba más cerca de lo que creía – ¡Cosa de negros, cosa de negros Leito!– deciáme a mí mismo mientras la sonrisa ponía remiendos al recuerdo.Dibujo: Ailén Castro

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