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El relato de Adrián Curva a 41 años del hundimiento del Crucero Gral. Belgrano

El 2 de mayo de 1982 un submarino inglés hundió el Crucero ARA General Belgrano. Se trató de uno de los ataques más duros para las tropas argentinas, dado que fallecieron 323 personas.

Uno de los tripulantes era el gilense Adrián Curva. En 2003, el ex combatiente recordó aquella trágica jornada a través de un testimonio que sería volcado por la historiadora Graciela León en su libro  “De mi pueblo a Malvinas“.

El relato de Adrián Curva

Cumplí todo mi Servicio Militar en el Crucero General Belgrano. Antes del desembarco argentino en Malvinas, realizábamos viajes de instrucción a Punta del Este, a Puerto Madryn y practicar tiro de cañón en la Isla de los Estados.

Cuando ocurre lo del 2 de abril, estábamos anclados en Puerto Belgrano, en la base de Punta Alta. Me faltaban unos quince o veinte días para salir de baja. Recuerdo que se ordenó una formación de todo el personal del Crucero, quedaron solamente, las guardias mínimas indispensables. Allí nos informaron sobre lo que estaba pasando. Nos indicaron que debíamos tomar nuestras pertenencias: ropa, relojes, cámaras fotográficas, anillos, los zapatos que teníamos para salir y dejarlos en las taquillas que cada conscripto alquilaba en Punta Alta. En el barco, debíamos dejar, solamente, nuestra ropa de guardia: chaqueta, pantalón, borcegos, saco y la gorrita.

Nos explicaron la situación y nos instruyeron tanto que salimos convencidos de que íbamos a matar a todos los ingleses. Finalizada la reunión, nadie podía preguntar nada. Nos dirigimos a Punta Alta a cumplir con la orden de dejar nuestros efectos personales.

También nos comunicaron que se incorporarían al buque, unos trescientos oficiales y suboficiales para cubrir guardias las veinticuatro horas, cuando partiéramos al sur. Nos advirtieron que ibamos a estar muy apretados (de ahí el tener que sacar las pertenencias), y que colocarían camas colgantes con cadenas. Quedamos muy contentos. A nuestra edad, no teníamos capacidad para discernir, ni reflexionar sobre las reales posibilidades en una guerra.

Al salir, nos dijeron que nuestra misión era destruir al “Invencible”, poderoso portaviones inglés dotado de la más avanzada tecnología que no podía equipararse con el crucero, buque de la Segunda Guerra Mundial. Ignoro si era cierto que debíamos cumplir esa misión.

Portaaviones inglés “Invincible”

Recuerdo que, al zarpar rumbo al sur, salimos cinco veces, y cinco veces regresamos a puerto porque se rompía el motor. Parecía que no debíamos partir. Al fin, llegamos a Ushuaia y allí tuve la alegría de encontrar a la señora María Inés Carabelli, que estaba visitando a su hermana. Estuvimos un día en Ushuaia y cambiamos los proyectiles de los montajes.

Luego, partimos. La navegación debía cumplirse en condiciones de seguridad; cumplimiento estricto de las guardias y estar muy atentos a la alarma. Si sonaba la alarma, cada uno, desde donde se encontraba, la cocina, el sollado (habitaciones), las torres, debía correra a su lugar de guardia.

Cada dotación tenía su función dentro del barco. La mía era en la torre, en la cámara de cañones. El crucero poseía cinco cámaras de cañones, con proyectiles de seis pulgadas y un peso de 60 kgs. cada uno. Yo estaba en la tercera torre, en mitad del barco. Poníamos el proyectil en el hidráulico, accionábamos la palanca y el hidráulico subía el proyectil hacia el lugar donde se lo cargaba en los cañones.

Otro grupo se dedicaba a sellar todas las puertas. De manera tal que, si al sonar la alarma, no corríamos a nuestros puestos, afrontábamos el riesgo de quedar encerrados en algún compartimento y no le abrían a nadie, ni siquiera al comandante. Esta situación, nos tenía en vilo. Terminábamos las guardias, comíamos algo a las apuradas y nos íbamos a acostar porque estábamos agotados, pero dormíamos con un ojo abierto y otro cerrado, ante el temor de que sonara la alarma y nos demoráramos en salir. Nos acostábamos con la ropa puesta y sentíamos la tensión nerviosa.

Como el Crucero General Belgrano no tenía radares para submarinos, nos custodiaban dos destructores. El día del ataque, yo tomé mi guardia a las cuatro menos cuarto de la tarde, y alrededor de las cuatro, impactaron los torpedos del submarino inglés.

Al jefe que yo tenía en la torre, le comunicaron que ocurriría un ataque aéreo alrededor de las cuatro de la tarde, por lo tanto, esperábamos aviones. Cuando impactó el primer torpedo, se sintió un golpe impresionante y el barco se escoró. Es decir, se inclinó hacia un costado, se cortó la luz, comenzaron a oírse explosiones.

Un torpedo rompió la proa; el segundo dio en el hangar, en la parte trasera; y el tercero pegó en el acorazado que resguardaba las municiones. Lo que intentaron los ingleses, y lo lograron, fue destruir los helicópteros, la sala de máquinas y los sellados, aniquilando a quienes allí estaban.

Submarino HMS Conqueror, utilizado para bombardear al Crucero General Belgrano

Al producirse el ataque, cundió una gran desorganización, puesto que nadie hizo lo que estaba previsto. No se sellaron las puertas, de manera que al entrar agua, corrió por todos lados. Los diversos grupos no salieron por los lugares que tenían asignados, sino por cualquier parte.

Todo el mundo quería disparar porque estábamos abajo. En la cubierta, por lógica, no había nadie puesto que estábamos en área de combate. Por lo tanto, los tambuchos, pequeñas puertitas de salida, permanecían cerradas. Pretendíamos pasar los tambuchos con los salvavidas puestos, cosa imposible. Además, por los tambuchos se pasa de a uno, y éramos más de mil tratando de hacerlo.

En el lugar donde yo estaba, al escorar el buque, se caían los proyectiles. Un muchacho quedó atrapado y quedó dentro.

Logramos salir por la escalera principal. Se veía y escuchaba de todo: explosiones de toda clase, el piso de brea de la caldera ardía, gritos pidiendo auxilio. Tratábamos de no mirar demasiado y ponernos a salvo, porque al escorar el crucero, sabíamos que no duraría mucho en la superficie.

Al salir de la cámara de cañones y llegar a la escalera, había un teniente que se quedó para organizar. Era un tipo colorado al que le teníamos miedo de solo mirarlo. No recuerdo su nombre, pero si lo viera ahora, lo reconocería. Se paró al pie de la escalera, nos tomaba del brazo y nos mandaba para un lado y para el otro, y llegábamos así a cubierta.

El Cabo Principal Bordón, de General Rodríguez, estaba muy herido, tenía quemaduras y fracturas. Llegó a la superficie y allí nos saludaba, pero no quiso tirarse a la balsa y lo vimos hundirse con el buque posteriormente. El muchacho que estaba atrapado en la cámara, pudo ser auxiliado y se salvó.

Habíamos practicado infinidad de veces subir a las balsas. Cada una de ellas tenía su jefe y su subjefe, y veinte tripulantes. La mía era la trece. Sabíamos que, si abordábamos otra que no fuera la asignada, el jefe de la balsa no nos dejaría subir.

Al momento de arrojar las balsas al mar para abandonar el buque, no se cumplieron las disposiciones. Cada marinero corrió a cualquier balsa. No se ayudó a nadie. No se completaron con las cantidades previstas, ya que en algunas subieron once, en otras veintiseis y así. Llegué a mi balsa porque la tenía cerca.

Una balsa consta de dos caparazones de fibra, dentro de las cuales está la balsa. En el extremo hay una soga. Cuando se arroja la balsa al mar, se debe retener la soga y tirar de ella hasta que haga tope. Al hacer tope, se abre la válvula de un tubo de oxígeno que infla la balsa, saltan entonces los caparazones y la balsa está lista para ser abordada.

Cumplimos todas esas tareas y nos dispusimos a tirarnos. Olas de quince metros hacían muy difícil todo. El agua llevaba de aquí para allá a la balsa.

Tuvimos que organizarnos muy bien, porque si no caíamos dentro de la balsa, las olas nos daban contra el buque y, debido al frío intenso, en un minuto y medio sobreviene un infarto y es la muerte.

Comenzamos a tirarnos calculando que pasara la ola. A medida que caímos en la balsa, nos acomodábamos adentro para ir estabilizándola. Cuando nos arrojamos todos, vimos el problema de salir del lugar para evitar la succión del barco que se estaba hundiendo y que alcanzaba un área de 200 metros. Lo que allí había, se hundía con la nave.

Tripulantes del crucero bombardeado, a bordo de una de las balsas de rescate

Entre los once náufragos de mi balsa, había un muchacho de apellido Soria, oriundo de Mar del Plata, que tenía conocimientos náuticos. En una bolsa halló los remos. Remamos por ambos lados de la balsa y logramos salir. Gracias a él nos salvámos.

Presenciamos el momento más dramático del hundimiento del Crucero General Belgrano, que también se llevó a las profundidades a las balsas que no lograron salir del área de succión y todo cuanto había a su alrededor, en apenas 24 minutos. Tal vez se hubiese ido a pique en menos tiempo aún, pero la entrada de agua fue lenta y en cierta manera, lo estabilizó. A las balsas que estaban encima de la ola no las arrastró, pero sí a las que estaban debajo.

Comenzamos luego a flotar en el mar. El encargado de la balsa nos distribuyó unas bolsitas a cada uno para hacer las necesidades y otra bolsa con golosinas, que eran unas pastillas que teníamos que consumir en el día. Supongo que se trataba de tranquilizantes.

La siguiente tarea fue la de reunirnos con las demás balsas antes que llegara la noche. Cada una de ellas tiene una soga a propósito para amarrarse a otra. Remando nos fuimos juntando y uniendo balsa con balsa. Mientras tanto, los destructores que nos custodiaban, y cuyos radares no detectaron el submarino porque se hallaba emboscado detrás de un banco de arena, salieron de la zona a toda máquina para no ser atacados ellos tambien. Por lo tanto, no vieron lo que había ocurrido.

La balsa tenia un techo y dos puertas batientes que se cerraban. Sobre el techo, había una luz alimentada por batería en el interior de la balsa. Es decir, que era un compartimento cerrado.

Todas las balsas amarradas comenzaron a navegar. Pero a la noche, sonaron las chicharras que indicaban la ruptura de las sogas de amarre dado que, con el fuerte oleaje, unos subían y otras bajaban. Al fin, nos soltamos.

De inmediato, se dispararon las luces de bengala que teniamos. La noche se volvió día con el cielo iluminado por las luces, que intentaban advertir a dónde estábamos.

Al día siguiente, la situación comenzó a complicarse. Teóricamente, era sabido que sobre la balsa no se puede vivir más de dos o tres dias debido al intenso frio. Al cabo de ese lapso, viene el congelamiento, la persona se adormece y se terminó.

Nos ganó la desesperación. Algunos lloraban pensando en sus madres y en sus familias, comentábamos lo sucedido, no sabíamos qué había ocurrido realmente y si volverían a disparar al bulto de balsas que, pese a habernos soltado, no estábamos tan lejos.

Nos sentíamos muy mal, realmente. Lo más urgente era, en esos momentos, amarramos muy bien a nuestros lugares porque el agua nos castigaba fuerte. La balsa saltaba y caía. Si no nos agarrábamos con los compañeros, nos golpeábamos continuamente. Eran como once pelotas de futbol, que de no estar bien sujetas, picaban para todos lados.

Esto sucedió un domingo. El lunes estábamos un poco más tranquilos, tal vez por electo de las pastillas. Acurrucados en la balsa, no nos dábamos cuenta si hacíamos o no nuestra necesidades.

Abríamos un poquito las puertas para mirar hacia arriba, esperando un avión. Pero más abríamos, más frio o agua entraban y nos congelábamos Teníamos una jarrita y una esponja. Cuando entraba agua, la absorbíamos con la esponja, la hechábamos en la jarra y la tirábamos afuera

Para tomar afua utilizábamos un embudo que tenia en el medio la balsa y que se cerraba con una tapita. Alli se acumulaba el rocio. Para beber, quitábamos la tapa y poniamos la jarra.

En cuanto al frio, lo sufriamos aún más porque éramos once, en lugar de los veinte que debían ocuparla y que hubiese permitido mantener el calor. Par colmo, gastamos todas las bengalas en la primera noche, es decir, nos faltó instrucción para semejante emergencia. El martes ya no teníamos mucha noción de nada, tirados en la balsa. Se suponía que más de ahí no pasábamos y no volvimos a asomarnos.

Nos divisó, entonces, un avión de reconocimiento que dio aviso inmediato de nuestra posición. Vino a rescatarnos el “Bahía Paraíso”, el buque hospital. Descendían con botes y nos arrimaban al buque. Luego bajaban por medio de sogas, una especie de camillas formadas con dos hierros y lona.

El rescate de los náufragos. (Asociación extripulantes ARA Piedrabuena/VGM Luis Lamantia)

El martes recogieron a 70 náufragos vivos. Yo formé parte del último grupo de sobrevivientes, el resto, estaban muertos en las balsas.

No me di cuenta plenamente cuando me levantaron, me pusieron en la camilla y me subieron al buque, a eso del mediodía. Permanecimos en el lugar hasta el jueves. Nos mantuvieron en cama dos días calentándonos el cuerpo. Había gente con problemas en brazos y piernas.

El jueves nos permitieron levantarnos. Estábamos aún muy shockeados, tímidos, callados. De a poco nos fuimos enterando de lo sucedido y de los más de 300 compañeros que faltaban.

Anclamos en Ushuaia y de ahí, viajamos en avión a Bahía Blanca. Mientras tanto, mis padres ignoraban cuál había sido mi suerte. Cuando partimos a la zona de guerra yo les escribí y, tal vez hice mal, les conté la verdad. Fui muy duro y no les oculté lo que podía suceder.

Al producirse el hundimiento del General Belgrano, mi papá comenzó a hacer gestiones para tener noticias. Por medio de la familia Gil de San Andrés de Giles, logró conectarse con un oficial de marina, quien al principio no le brindó muchos datos porque quería estar seguro. Al fin le informó que llegaría a Bahía Blanca un avión con los últimos 70 náufragos.

Con ayuda de la municipalidad, mis padres viajaron a Bahía Blanca. Al aterrizar el avión, nos encontramos con unas cuatrocientas personas, entre ellos, familiares de los desaparecidos. Fue un momento muy difícil e impresionante.

Nos condujeron a una dependencia mientras se organizaba la salida de cada uno de nosotros, puesto que la situación se les iba de la mano a los jefes. Por fin comenzaron a decir nuestros nombres uno por uno, aparecíamos y nos reencontrábamos con nuestros familiares.

Estuvimos un día en Bahía Blanca porque nos revisaron para ver si estábamos en condiciones de viajar, y luego pude volver a Giles donde permanecí con una licencia de veinte días.

Concluida mi licencia regresé a la Marina y, todavía me dura la bronca, tuve que permanecer en la Escuela de Mecánica de la Armada setenta días más, con el agravante que debía volver a mi casa a comer casi todos los días. Siempre les agradezco a Chiche Saulino y a su esposa Marta, porque todos los días me presentaba en su casa a las seis de la mañana, para viajar con Chiche a Buenos Aires y llegar a horario, sino me dejaban adentro.

Cumplida esa etapa, nos pagaron por haber estado en el sur una suma exigua y nos entregaron la libreta. Una vez que pasó todo y transcurrió el tiempo, al analizar fríamente lo ocurrido, pienso que no se previeron muchas cosas.

Estoy de acuerdo con el juicio que se pretende iniciar a Inglaterra por el hundimiento del General Belgrano. Era un buque antiguo, poderoso, pero no tanto como para enfrentar a la sofisticada tecnología de la marina inglesa.

Sin embargo, y pese a que el ataque no era necesario, lo sacaron del medio, porque así terminaba la guerra en el mar. Lo bueno hubiera sido poder llegar a la costa, pero era sabido que no lo dejarían llegar. De haberlo querido, nos hubieran aniquilado a todos tirando más torpedos, no lo hicieron porque solo les interesaba hundir el buque.

En la actualidad me reúno con mis ex compañeros del Crucero. El Banco Provincia cuenta también con una ex comisión de Ex Combatientes de Malvinas. A mis hijos les voy contando lo sucedido a medida que preguntan.

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