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Historias de Malvinas: Ariel “Gringo” Bonetti

Recordamos el testimonio que el ex combatiente le brindó a Graciela León para el libro "De mi pueblo a Malvinas"

En el año 2003, la historiadora gilense Graciela León publicó “De mi pueblo a Malvinas“, un libro en el que se brinda información sobre las islas y se comparten testimonios de los vecinos que formaron parte del conflicto.

El relato de Ariel “Gringo” Bonetti

Durante el cumplimiento de mi Servicio Militar en el Regimiento 6 de Infantería “General Viamonte” de Mercedes, yo desempeñaba tareas de asistente de un oficial: le llevaba los chicos al colegio y otras actividades por el estilo. Fue así que, en noviembre de 1981, al terminar las clases, salí en la primera baja.

Algo sospechábamos porque, normalmente, las instrucciones militares eran de 30 días. Nosotros estuvimos 56 días en Olivera, cumpliendo prácticas muy intensivas antes de la baja, cosa que sorprendió hasta a los mismos cabos, quienes comentaban:

— ¡Qué increíble esta instrucción! ¡Lo que ha durado!

Al tomar conocimiento del desembarco argentino en Malvinas, tuve la idea de que iban a llamarnos ya que una parte de mi clase aún permanecía en el regimiento.

El 4 de abril de 1982 recibí la convocatoria para presentarme el cinco en los Cuarteles. Me alisté en mi Compañía de Comando, pero me destinaron a la Compañia Servicios que se ocupaba de cocina, municiones y todo abastecimiento de guerra. Ahí me encontré con mi compañero de Colimba, Ferrero, un muchacho de Merlo que era sumamente pesimista.

Comentábamos la situación de inminente partida, con optimismo:

— ¡No va a pasar nada!

Pero Ferrero, con tono sombrío, repetía:

— ¡No volvemos más, seguro. ¡No volvemos más! ¡Nos van a matar a todos!

Al día siguiente salíamos para Buenos Aires. Nuestros familiares fueron al regimiento a despedirnos. Allí estaba la madre de Ferrero. Al darle el último abrazo, el muchacho le dijo:

— Mamá, gracias por criarme hasta los 18 años, nos veremos allá arriba, algún día — ¡La pobre mujer se desmayó!

Del regimiento nos trasladaron a El Palomar desde donde partimos en avión a eso de las once de la mañana, con rumbo a Río Gallegos. En este lugar nos dedicamos a cargar equipos, municiones y Jeeps en un Hércules, y luego volamos a las Islas Malvinas. Aterrizamos a la noche. El frío era tremendo. Como partimos desde Mercedes con 26 grados de temperatura, los camperones de abrigo estaban guardados. Todo fue sorpresivo. Cuando amaneció vimos un paisaje hermoso. No reparamos demasiado en el panorama, sino que al ver el movimiento de descarga de armamentos y municiones, nos preguntábamos:

— ¿Qué va a pasar acá?

Y de inmediato decíamos:

— ¡No va a pasar nada!

Pero Ferrero desplegó un mapa y señaló las Malvinas:

— ¡Miren dónde estamos! ¡Nos caímos del mapa! ¡No escuchen más la radio! ¡Nos van a matar a todos!

Fijamos nuestra posición a cinco o seis kilómetros del aeropuerto, entre Puerto Argentino y Monte Kent. Yo estaba destinado a la cocina, al rancho de campaña. Estaba armado con cuatro palos grandes y tenía techos y paredes de chapa. Teniamos dos tarros de 200 litros colocados sobre hierros y ahí cocinábamos.

No había leña puesto que en Malvinas no hay árboles. Al principio utilizábamos los cercos de madera de las casas que estaban abandonadas. Cuando ya no conseguíamos cercos, cocinábamos a gasoil puro. Nos turnábamos para ir echando gasoil ¡Terminábamos todos negros!

Prácticamente no se paraba nunca el trabajo en la cocina. Comenzábamos a las tres de la mañana con la preparación del mate cocido. Luego venía el almuerzo. Al principio era oveja y fideos, pero cuando comenzó la etapa final de la guerra, el almuerzo consistía en fideos sin sal, porque se habían terminado las provisiones. A la tarde preparábamos nuevamente mate cocido acompañado, mientras hubo, con pan, y a la noche la cena.

Dormíamos dos horas por día, más no podíamos ya que entregábamos el mate cocido, lavábamos todo, y comenzábamos con el almuerzo, llevábamos el almuerzo; lavábamos los utensillos y arrancábamos con la merienda, vuelta a lavar y a comenzar la cena.

Había que ir, además, a los depósitos a buscar mercadería. Al agua la sacábamos de un tanque de agua corriente y la cargábamos en camiones tanque.

A la comida se la transportaba en ranchitos de campaña que consistían en un acoplado con fuego abajo, tirado por un Jeep en el cual van las ollas. De esa forma, se mantiene caliente la comida que es servida con un cucharón. Nosotros abastecíamos a la Compañia B, que se encontraba en Monte Kent y era la más lejana; a la Compañía A, ubicada en el Aeropuerto; la Compañia de Comando y a los Patricios. Con un Jeep, salíamos hacia el Aeropuerto y con otro para Monte Kent. En los momentos bravos de bombardeos, tirábamos la moneda para ver a quién le tocaba ir a Monte Kent.

Escuchábamos dos emisoras: Radio Carde de Montevideo y Radio del Plata. Parecía que no iba a suceder nada. Venían los ingleses, pero al mismo tiempo, se hablaba de negociaciones: un canciller iba para allá, otro venía para acá; por lo tanto, todo indicaba una salida pacífica.

Nuestro oficial nos recomendaba todos los días:

— Hagan el pozo ¡Hagan el pozo!

— ¡No va a pasar nada! — contestábamos nosotros, que dormíamos en carpa.

Un día llegó el Coronel Seineldín, que era Jefe de Brigada, y nos dijo:

— Muchachos ¿Qué esperan para hacer el pozo?

El trato era más cercano y cordial que en los cuarteles de Mercedes. En Malvinas éramos todos para todos, uno defendía al otro. Pese a las advertencias, no hicimos los pozos porque según nosotros “no iba a pasar nada”.

El 1º de mayo, a eso de las tres de la madrugada, comenzó a moverse la tierra cuando se iniciaron los bombardeos. Fue un momento desesperante. Salimos de las carpas y en media hora cavamos los pozos para refugiarnos.

Mi superior inmediato, era el Subteniente Del Pino, luego el Teniente Primero Beltrini, con quien teníamos buenas relaciones.

Mis “hermanos de guerra” fueron muchos: Marcelo Vaca, de Giles; Saliture, de Merlo, con quien compartíamos el pozo; y Ferrero. También me veía con “CanutoMónaco.

A partir del 1º de mayo, la situación comenzó a empeorar día tras día. Nosotros seguíamos con nuestra rutina, pero a las once de la noche, aparecía en el cielo una luz como una gran estrella y se iniciaba el cañoneo de los barcos. Suponíamos que se trataba de un satélite que marcaba las posiciones. El bombardeo era incesante hasta las cinco de la mañana. Dentro de los pozos no sabíamos qué podía ocurrir.

No se piensa en nada en esos momentos, se intenta pasar la situación. He visto chicos que no soportaban la tensión y se disparaban en los pies para ser retirados del lugar.

Lo peor era estar como cuises o topos dentro del pozo, esperando que la bomba no cayera adentro. Cuando salíamos, veíamos las esquirlas diseminadas por todas partes. Eran como hojas de afeitar grandes, capaces de cortar brazos y hasta una cabeza, por la terrible fuerza expansiva.

El subteniente Del Pino nos había enseñado a gritar cuando caía la bomba, para no quedarnos sordos. La explosión provocaba un vaivén de nuestros cuerpos en el pozo.

Nos fuimos habituando a esos ataques, y por el silbido de las bombas, nos dábamos cuenta del lugar donde caerían. Si estaba lejos, seguíamos tranquilos con lo nuestro.

A la noche, Ferrero se tiraba dentro del pozo y nos decía con su eterno pesimismo:

— Bueno muchachos, si nos vemos, nos vemos en el otro mundo.

La actividad de la cocina era incesante, aún bajo bombardeo. Era prioridad que, de los cuatro que éramos, dos quedaran vivos para llevar la comida aún a Monte Kent, que era el lugar más peligroso por los combates y las bombas.

Batalla del monte Kent - Wikipedia, la enciclopedia libre
Monte Kent

Por lo general, Marcelo Vaca salía con un ranchito y yo con otro. También cumplíamos las guardias cada tres horas. Al principio, tuvimos el problema de la desorganización. A unos 70 u 80 metros de nuestro rancho, estaba el Regimiento de La Tablada con su propio rancho, integrado por chicos con poca instrucción.

Detrás de nuestra posición, estaban los de La Plata. Por esos días, corrió el rumor que habían desembarcado comando ingleses y todos estábamos muy alertas.

Cuando hacíamos guardias, nos cubríamos con frazadas que ondeaban por el fuerte viento. Al ver ese movimiento de las frazadas, los de la La Tablada, disparaban. Esos tiros, daban en la posición de los de La Plata, quienes también disparaban. En una palabra: ¡Nos tirábamos entre nosotros! Luego llegaron los de inteligencia y organizaron todo.

Desde nuestra posición, no podíamos ver las batallas aéreas. Hemos observado, sí, al principio, caer aviones Harrier abatidos por las antiaéreas argentinas, ya que volaban rasante. Después, volaban a alturas que no alcanzaban las artillerías.

British Aerospace Sea Harrier - Wikipedia, la enciclopedia libre
Avión Harrier usado por la Fuerza Aérea Inglesa durante la Guerra de Malvinas

Yo siempre traté de mantener la calma. Cuando salí de mi pueblo, sabía que iba a una guerra, aunque con la idea de que no sucedería nada. Cuando nos vimos enfrentados al conflicto bélico, uno sabía que tenía un 90% de posibilidades de morir; una bala, una esquirla, una bomba. Por lo tanto, traté de mantener la mente fría y decir:

— Que sea lo que Dios quiera.

En la fase final de la guerra, en Monte Kent, era fácil ver con los prismáticos a los ingleses en pleno avance. Además llegaban soldados heridos desde los frentes de combate, a toda carrera y muy agotados.

Un día antes de rendirnos, en un bombardeo, los sargentos ayudantes Ochoa y Aguilar salen corriendo, cae una bomba y los mata. Colocamos sus cuerpos en el techo de la cocina y les retiramos sus placas identificatorias.

El Teniente Primero, entonces, al ver la situación y la proximidad de los ingleses, ordenó levantar bandera blanca de rendición. Hubiésemos podido disparar y matar a algunos enemigos, pero ellos terminarían aniquilándonos a todos.

Los ingleses nos hicieron salir del pozo. Entre otras cosas, les entregamos las placas identificatorias de los compañeros. Nos trataron correctamente en nuestra condición de prisioneros. Fuimos concentrados en un galpón de lanares y allí estuvimos hasta que se terminó la guerra.

Comíamos muy bien ya que nos repartían latitas de albóndigas y guiso de mondongo. Durante los primeros días, no nos dieron agua. Como teníamos un soldado médico en el grupo, iba eligiendo de las cajas de inyecciones las ampollas de indoloro, y nos daba para beber y salvar la situación. A veces, los soldados ingleses de guardia, tenían latas de gaseosa y nos tiraban algunas.

Una de las tareas que nos correspondió cumplir como prisioneros, fue la de enterrar a los muertos que eran traídos, de 10 a 15, sobre un acoplado tirado por un tractorcito.

Yo enterré soldados argentinos a unos mil o dos mil metros del hospital de Puerto Argentino. En ese lugar, con una pala excavadora, habían hecho un pozo dentro del cual colocábamos los cuerpos que estaban completamente desnudos y sin su placa de identificación. Fueron momentos muy duros para nosotros.

También retirábamos camiones con armamento que habían quedado abandonados. Aprovechamos la calma para ir a increpar a Ferrero:

— ¿Viste Ferrrero? Estamos prisioneros y no nos mataron los ingleses.

Y él, meneando la cabeza, presagiaba:

— Ahora nos van a llevar a un campo de concentración en Inglaterra ¿Vieron las películas? Bueno ¡Prepárense!

Había unos oficiales ingleses que hablaban castellano y solían comentarnos:

— ¡Argentinos locos! Vienen a pelear por la bandera ¡Nosotros ganamos plata!

— ¡Galtieri loco! Trajo chicos a pelear.

Durante los dos o tres primeros días como prisioneros, no nos dieron alimento. Los ingleses tenían hormas de queso. Cortaban trozos y los tiraban hacia nosotros. Nos tirábamos como gallinas sobre el queso y ellos nos filmaban.

Uno de los grupos prisioneros más grandes regresó al continente en el buque “Canberra“. Casi todos los muchachos de Giles regresaron en esa nave inglesa y en el buque argentino “Irizar“.

Como yo integré el último contingente en salir de Malvinas, mis padres, sin ninguna noticia, creyeron que había muerto.

La cuestión fue que, un día nos sacaron del galpón, nos embarcaron en una nave y después de navegar una hora, divisamos una nave con bandera argentina.

— ¡Estamos salvados! — exclamamos. Se trataba del rompehielos “Almirante Irizar” afectado a la repatriación de prisioneros.

Una vez bordo, lo encaramos a Ferrero:

— ¿Y? ¿Qué decís ahora? Estamos sanos y salvos en un barco argentino.

Y Ferrero, serio y lacónico, replicó:

— Acuérdense del General Belgrano.

Me destinaron a un camarote para 108 soldados. Era un domingo al mediodía, me acosté a dormir y cuando me despertó un compañero, descubrí que era martes a la madrugada ¡Había dormido un día y medio sin despertar, sin orinar, sin mover el vientre! Parece imposible, pero así me ocurrió.

Durante el viaje me llaman por los altavoces para que atendiera una llamada telefónica. Se trataba de mi mamá, que había logrado comunicarse con el buque a través de Radio Pacheco y por los contactos de “Chichito” Stopiello, radioaficionado de Giles que colaboraba mucho con los familiares de los soldados.

Cuando atendí a mi mamá, muy angustiada por la falta de noticias ya que yo salí días después que los demás, no creía que era yo. Estaba rodeada por todos mis amigos.

— ¡Vos no sos Ariel! ¡Vos no sos Ariel!

— ¡Pero mamá! ¡Sí! ¡Soy yo!

— Decime cómo se llama el perro.

— ¡Terry! — respondí.

Hubo un gran estallido en mi casa. Para los familiares fue muy penoso y difícil el proceso de la guerra. Mamá me contaba que salían todos los días con la virgen y la llevaban a los hogares de los combatientes.

Cuando llegamos a Puerto Madryn, desembarcamos eufóricos y besamos la tierra argentina a la cual regresábamos.

— ¡Ya no pasa nada más! — exclamábamos. Y nos llegó la voz de Ferrero:

— Los militares son tan locos que cuando lleguemos a El Palomar, nos visten, nos cargan y nos mandan de vuelta.

Cuando llegamos a El Palomar se presentó un general y nos habló:

— Muchachos, estoy orgulloso de ustedes. Ahora se van a bañar a Campo de Mayo y se van a quedar dos días.

— ¿Qué les dije? — repetía Ferrero en voz baja.

En Campo de Mayo nos entrevistaban los psicólogos. Recuerdo que a mí me acostaron en una camilla y me pidieron que les contara la guerra.

— ¡No! — les contesté — ¡Yo me quiero volver a Giles! ¡A mi pueblo! ¡¿Qué te voy a contar?!

— Te va a ayudar.

— No, yo no preciso ayuda. La ayuda es que me dejes ir a mi casa. Quiero estar con mi gente, con mi familia.

Cuando llegamos a Mercedes, le dijimos de todo al pesimista Ferrero. Él se iba con sus viejos y nos gritaba:

— ¡Ya nos vamos a ver! ¡Ya nos vamos a ver!

Pese a estas cosas, Ferrero fue un tipazo y un gran amigo.

Los bomberos de Giles y nuestros familiares, en caravana, nos fueron a esperar a la salida de Mercedes. Al sacarnos la ropa militar, nos pusimos la que dejamos al partir que era muy liviana, apenas una camisa.

El día de regreso hacía mucho frío.

— Mamá — pregunté — ¿No me trajiste un pulóver? — Con la emoción se había olvidado de esos detalles.

Nos subimos al autobomba y regresamos a Giles. Siempre digo, en tono de broma, que sentí más frío arriba del autobomba que en Malvinas.

Nos recibió todo el pueblo. Era un domingo. Estuvimos con el Intendente en su despacho.

Pasados los primeros tiempos, decidí olvidar Malvinas y empezar de nuevo. Cuando se decidió levantar el monumento, me convocaron, pero yo no estaba de acuerdo con el modo de hacerlo. Ahora reconozco todo lo bueno que está cumpliendo el Centro de Combatientes de Giles. Yo quería dejar atrás de la guerra, pero eso es imposible. Los recuerdos vuelven, a veces, cuando uno se acuesta a dormir, en otras ocasiones por una película.

Solamente los que estuvimos allá, esos tres meses, sabemos lo que pasamos. Son experiencias que nunca olvidaremos en la vida: el sufrimiento, la familia, los amigos que desaparecían, lo que veíamos, ese pesar que tenemos adentro. A veces es difícil de expresar con palabras. Son cosas imposibles de descifrar.

Creo que no estábamos en condiciones. La guerra es algo terrible. Eso de matar a una persona, era desconocido para nosotros.

Claro que, puestos en esa situación, queríamos matar a todos los ingleses. Dicen que hubo fusilamiento de argentinos por parte de los ingleses. Es que en una guerra vale todo. Tal vez nosotros hubiéramos hecho lo mismo.

Los momentos más difíciles fueron los últimos días, cuando bombardeaban de todos lados y la tierra temblaba. Era esperar la muerte o rendirnos. También ver morir a Aguilar y Ochoa, con quienes estábamos juntos desde el Servicio Militar y compartíamos tantos momentos, fue algo durísimo. Apenas un par de días antes de la rendición, cayeron por la onda expansiva de una bomba.

Al concluir todo, la sensación fue de alivio, pero también impotencia por no haber podido hacer más. En Malvinas sabíamos que estábamos pisando territorio nuestro y queríamos defenderlo con todo. Hoy me siento muy orgulloso de haber estado y agradezco a Dios por haber vuelto entero.

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