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miércoles, abril 24, 2024
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Cultura

Abrazo de gol

Ilustración de Enrique Verdasco.
Por Tom Angerami
El campo de juego brillaba bajo la intensa lluvia. La cancha ya mostraba algunos charcos en las áreas y el círculo central. La gente se había resignado a mojarse, ya nada importaba. Era el último partido del campeonato y jugábamos ante nuestro clásico rival. Empatábamos cero a cero y ellos con ese empate eran campeones.Nos estábamos salvando de milagro, porque ellos nos querían ganar sí o sí. tiros en los palos, en el travesaño, salvadas en la línea. Nos quedábamos sin piernas. Yo hacía quince minutos que entraba en calor junto al banco de suplentes y no podía dejar de mirar el partido. En el área de  mi izquierda estaba nuestro arco, con mucho barro. El arquero, Rubén Pereyra, estaba ya totalmente camuflado y se sacaba el barro de los dientes y ojos. Ellos tenían un córner a su favor, desde la derecha.El técnico me llamó y el árbitro suplente levantó el cartel señalando el cambio: 18 x 10. Entré y fui corriendo hasta es área, parándome fuera de la misma, por el segundo palo. Nos defendíamos con los once jugadores. Salió el centro, no vino llovido, sino que llegó con fuerza, con cizaña.El arquero Pereyra se arrojó hacia adelante, cerca del punto penal en busca de la pelota. Ésta picó y lo pasó por abajo, mientras él se chocaba con el delantero rival. Ninguno la tocó. El balón escapó, caprichoso, de todos los puntapiés, cabezazos y uno que otro manotón. Yo no atiné más que a mirar. La pelota, como por mandato divino, llegó a mis pies. Por un instante, no supe que hacer, hasta que tomé conciencia de los gritos de la gente y del técnico, indicándome que corriera. Arranqué a toda marcha por el andarivel derecho. antes de llegar a la mitad de la cancha, salió el dos a cortarme el paso. Era una bestia. Sólo le faltaba el delantal para ser un auténtico carnicero. Trastabillé. Me llevé por delante la pelota, y me tumbé para el costado. El dos, confundido, pasó de largo entre mi cuerpo y la pelota. Recuperé la compostura y corrí con más velocidad hacia el área. Sentía la lluvia en los oídos; el pasto crujiendo a cada paso. No podía dejar de mirar la pelota, blanca y brillante.De golpe vi una línea blanca interrumpiendo el verde césped y levanté la cabeza. Estaba entrando en el área y a tres metros aparecía la imponente figura del arquero. Venía agazapado y aún así era un gigante. Las manos a los lados, enfundadas en los negros guantes, parecían un racimo de morcillas. De la sorpresa y la impresión que me provocó, le di un duro zapatazo a la globa.La agarré de abajo, muy de abajo. El balón se elevó por encima de la cabeza del arquero, que sorprendido, intentó levantar los brazos, al tiempo que un trozo de barro y pasto arrancado por mi botín le daba en pleno rostro. Esta vez me moví rápido. Esquivé al arquero y busqué el balón, cerca del área chica. De pronto escuché un grito que venía de la tribuna: “¡¡Guarda!!”.Pisé la pelota con la zurda y giré a mi derecha justo a tiempo. El dos pasó de largo, con las piernas extendidas y el traste haciendo patito. Con el arco de frente, cerré los ojos y le di duro. Me invadió la emoción. Se escuchó el silbato del árbitro, mientras la tribuna explotaba. Caí de rodillas, con los ojos aún cerrados esperando los abrazos de mis compañeros. Cuando no llegaron, no quise volver a abrirlos.

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